Richard Jewell de Clint Eastwood

Hace tiempo que no veía una película de Clint Eastwood más lúcida y sobria como "Richard Jewell", en ella Eastwood mantiene la clásica precisión de su estilo narrativo, con un guión sólido desprovisto de los excesos de otros de sus últimos filmes, aunque a diferencia precisamente de éstos, no tiene problemas en sumergirse con empatía en las personalidades de sus personajes que deambulan como almas perdidas en medio de una sociedad feroz e implacable.

A partir de un hecho real, acontecido en las olimpíadas de Atlanta de 1996 en el que un guardia de seguridad, con un perfil típicamente de hombre blanco conservador, amante de las armas, descubre una bomba en un parque de diversiones en esa ciudad de Georgia, Eastwood aprovecha de describir con una descarnada pluma, aunque con mesura y paciencia, los abusos de los poderes fácticos de Estados Unidos que no escatiman recursos para conseguir sus propósitos y establecer un orden que satisfaga a sus respectivas clientelas.

De alguna manera, pone en cuestión el mito americano y la imagen de un país en forma, cuando en realidad pareciera ser una democracia más cerca de la descomposición que del ejemplo. Desde allí podríamos extrapolar la crisis de la sociedad capitalista liberal, al menos como modelo cultural exportado por Estados Unidos a tantos rincones del planeta.

Pocos meses atrás pudimos ver "Mula", su penúltima película, desde la perspectiva de que quizás sería el comienzo de la despedida del casi nonagenario actor y director; en ella Eastwood despliega los recursos que le conocemos para permanecer frío y distante, arrogante y solitario, mostrando un amargo conformismo del american way of life, más bien aprovechándose de el para burlarse del cinismo de la sociedad norteamericana, como el cowboy impasible que tantas veces le tocó interpretar en medio del Lejano Oeste, implacable, justiciero y amoral.

Pero en Richard Jewell - donde esta vez no actúa -, se muestra cercano, compasivo, afectuoso, quizás hasta si su alter ego que es el personaje casi frívolo del abogado que encarna espléndidamente Sam Rockwell, sucumbe ante la bondad e inocencia ultrajada que transmite el protagonista de la película, sentimientos que más bien transforman en resignación la otrora rabia del hombre que comprendía que defender el paradigma americano  significaba ser veterano de Guerra y tener la escarapela de tiras y estrellas colgada en la puerta de su casa.

De entre sus películas “estadounidenses” desde Los Puentes de Madison, no había visto dirigir a Clint Eastwood tan desprovisto de su traje de vaquero, y lo que es más, distante de ese patriotismo mesiánico que caracteriza a buena parte del clásico cine de Hollywood.

Gran película. Recomendable para quienes disfrutan del cine clásico casi sin fisuras.

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