“Paterson”, lo que no sé de mí

“El intentar lo máximo / la mañana en que llega / es más terrible que llevarlo / a través de toda una existencia”. Emily Dickinson, en su poema 1277

Jim Jarmusch (1953) es un nombre particular dentro de la estética del cine contemporáneo, a nivel mundial. Sus películas presentan rasgos identificables, tanto por la manera de filmar reconocible al realizador, como por los peculiares argumentos de sus historias, y también, debido a la especial forma que tienen de actuar los personajes creados por él mismo, sus hechos dramáticos correspondientes, frente al lente de la cámara.

Ahora, acompañado de un intérprete de lujo, Adam Driver, y en su duodécimo largometraje de ficción, el cineasta estadounidense vuelve a pronunciar las mayores motivaciones artísticas de su producción simbólica: la soledad esencial del hombre moderno, al interior de una realidad que pese a ignorarle, lo acoge como centro de sus relatos y preocupaciones de índole preponderante.

Porque en “Paterson” (2016), escrita y dirigida por el mismo Jarmusch, gran parte de lo importante de la trama ocurre fuera del campo cinético que exhibe el foco de los encuadres: el mundo que rodea al protagonista, sin ir más lejos, en un ambiente abarcador y floreciente a través de irrupciones destempladas e inesperadas. Conversaciones que duran unos segundos, apenas unos minutos, en una retórica de problemas cotidianos que el personaje encarnado por Driver está lejos de padecer, en esa desconexión de una subsistencia masculina, de un adulto joven, algo pasmada e indolente, dedicada en secreto a la literatura, a la lectura, a la escritura en un rincón de esa casa pequeña y confortable, a los besos tranquilos, a los días con su pareja (Laura), y a los paseos vespertinos por el barrio, en compañía del perro, de la mascota propiedad de su mujer.

Las referencias a Herman Melville, y a Emily Dickinson no son casuales, y ambas citas acontecen en bellas escenas que constituyen puntos de relevancia en el desarrollo de la trama: al comienzo de la cinta, en ese lunes por la mañana donde empieza a transcurrir la acción, y en la medianía de la obra, dentro de ese diálogo con una niña poeta, que también recoge sus impresiones de la existencia, de lo que siente, de sus emociones acerca de la lluvia muerta encima del asfalto, y de lo que le pasa en su interior, en sinceros tatuajes sobre la piel de las páginas en blanco, vacías, de un cuaderno o libreta de notas “oculta”.

Melville y Dickinson, a través de sus cuentos y novelas, el primero, y mediante la fuerza apasionada y solitaria de sus versos, la segunda, inauguraron y anunciaron la modernidad mediante las líneas de sus textos (en parámetros de temática compleja), y además encontraron en la escritura, los dos sin excepción, una vía de escape y de salvación, para los hechos psicológicos y externos que les afectaban.

Al igual que este Paterson (Adam Driver), un sencillo conductor de autobuses públicos, quien protege celosamente su actividad creativa en unas carillas que sólo ha leído su esposa (llamada Laura, e interpretada por la actriz Golshifteh Farahani), y el cual, mientras lee con devoción a William Carlos Williams, el poeta y médico que asimismo vivió en esa ciudad oculta por bosques y ríos, en una firma que comparte nombre y patronímico con el protagonista de esta historia.

Los personajes de Jarmusch, en una estética compartida por el desaparecido maestro italiano Michelangelo Antonioni, asemejan el centro tranquilo e impávido, de un universo en constante agitación y embarazado de perpetuas sorpresas, bajo las figuras de interlocutores que plantean hechos e ideas inverosímiles, vínculos extrañísimos, y conatos casi surrealistas en un espacio fílmico sobre cuya superficie, Paterson, se mueve abiertamente “fuera de foco” y de campo.

Ni siquiera tiene un celular, y se niega tajantemente a publicar sus escritos, propiciando un romanticismo de bares, de caminatas, de reflexiones, de testimonios ajenos escuchados a oídas, en un maremágnum de detalles que transcurren a su alrededor, los cuales no domina, simplemente se desenvuelven, pero determinan sus pensamientos y estancamientos rutinarios, en la vida que respira y se agita.

El tiempo diegético (ficticio) de la obra se extiende con precisión desde la mañana de un día lunes hasta la jornada matutina de justo una semana después. Y en ese lapso el personaje principal escribe poemas en el lugar que lo invada la inspiración, efectúa sus labores cotidianas, platica con una noche vedada, y una ambientación que lo acoge en demarcaciones circunscritas y abismales: su casa, su lugar de trabajo (el terminal de buses), un local al que acude siempre a una misma hora, a beberse una cerveza, cuando pasea a la mascota de su novia y las bancas situadas en el parque que mira hacia la cascada símbolo y mayor atractivo turístico de la ciudad de Paterson, las Great Falls of the Passaic River, en posturas, andanzas y miradas, en torno al paisaje que lo circunda, que en ciertas ocasiones, muy detectables, apelan a los lienzos del pintor stadounidense Edward Hopper, en cuadros como “Domingo por la mañana”, o “Halcones de la noche”, epígonos de la producción pictográfica del maestro del expresionismo abstracto.

Paterson y Laura (su compañera) una tarde van al cine, y compran un ticket para ver “La isla de las almas perdidas” (1932), de Erle C. Kenton, donde el rol de la actriz Kathleen Burke representa a la única mujer que vive en una isla, terreno escogido en el cual se efectúan experimentos genéticos y evolutivos, en una metáfora de la distancia radical y sideral que separa al rol protagónico, de los seres que circundan los límites de su metro cuadrado.

Situaciones que a primera vista parecen inconexas, se unen para traducir en un lenguaje audiovisual ese encanto de la monotonía, en un eterno retorno de minucias pedestres y totalizadoras del significado amplio de una biografía y de sus contornos, avizorados en los planes de una aventura íntima, sosegada, pero no menos turbulenta y acuosa, por eso mismo.

La cámara alumbra a ese héroe (o antihéroe) contemporáneo, en la travesía de cubrir el trayecto de la realidad. Así, la estrategia de Jarmusch recorre la superficie externa de ese ser y de sus actividades, con el objetivo de buscar su identidad, y sus señas más rotundas y primigenias, y en el hallazgo, asimismo, de encontrar su verdadero rostro y con eso apaciguar ese recoveco de crisis espiritual y profunda, que termina por estallar con la pérdida de sus manuscritos inéditos, en un hecho bastante ridículo.

Versos que se transcriben en el aire, con una plasticidad que intenta marcar y hacer visibles los pensamientos escriturales de ese poeta que adolece de la suficiente confianza en si mismo para animarse, de esa manera, a publicar sus textos. La épica de una jornada anónima, desconocida, que conduce a los demás en su viaje diurno y vital. El autobús número 23 que dirige Paterson, entonces, corporiza el símbolo de una barca que lleva a los ocupantes a la vivencia de sus ocupaciones trascendentales y eternas, en un sentido de interpretación estética y artística del término.

Quizás no se trate del mejor título de su creador, Jim Jarmusch, pero llama mucho la atención que en el panorama de la gran industria cinematográfica, alguien, un autor importante, grabe una historia que gira su dialéctica en la coraza del fenómeno poético, que dedique a revelar en imágenes en movimiento su rito cotidiano e inmortal, y que en su libreto, por si lo anterior fuera poco, cite los apellidos y los nombres de Herman Melville, de la huraña Emily Dickinson, y del excéntrico William Carlos Williams, a quien yo leí, por primera vez, luego de saber de él, gracias a una novela de Roberto Bolaño, la sobresaliente “Estrella distante”.

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