Muerte ¿dónde está tu victoria?...

Un sentimiento generalizado de tristeza invade a gran parte del país.

Es cierto que todos tratamos de enfrentar cada día con el mayor empuje y fortaleza, pero también es verdad que desde la elección presidencial de enero 2010, el terremoto de febrero de ése año, las huelgas de hambre de comuneros mapuches, la casi-tragedia de los mineros rescatados, las intensas y extensas movilizaciones ciudadanas en demanda de derechos justos y la reciente tragedia de 21 compatriotas, todos ellos queridos y reconocidos por su solidaridad, sencillez y juventud, tiene a la sociedad chilena compungida.

La convivencia, el espíritu de paz y la necesidad de sentir que podemos crecer y desarrollarnos mejor están afectados.

La muerte se ha enseñoreado con profesionales, uniformados, comunicadores sociales, empresarios sensibles y familias que en la tragedia de Juan Fernández han dejado una vida de tareas y compromiso con los más necesitados.

No estaban de fiesta.

No iban a un carrete de fin de semana en una isla paradisiaca.

Iban para seguir colaborando con la reconstrucción de un territorio devastado, para llevar esperanza y cooperar con una mejor calidad de vida.

En cierto sentido, murieron en acto de servicio social y ciudadano. Por eso el país está triste. Porque perdimos a personas valiosas, que en mucho representan eso que es lo mejor que quisiéramos de todos los chilenos.

Felipe Cubillos era un empresario excepcional, escaso en su medio por su espíritu solidario, que no dudó en poner al servicio de los más pobres, afectados por el terremoto, su capital financiero y sus redes.

El equipo de TVN liderado por Felipe Camiroaga cumplía una misión más en la tarea de estar presente con los más necesitados.

Los uniformados seguían en sus labores de empalmar el territorio con el deseo de reconstruir esperanzas.

Los funcionarios públicos, como muchos, siempre dispuestos a servir, aún cuando alguno de ellos sufriese incomprensiones como en el caso de Galia, anteriormente exonerada por las actuales autoridades del ministerio de Cultura y maltratada en su institución.

El país está triste porque se han acumulado muchas penas: perdimos una elección que la sociedad democrática no debió haber perdido y las responsabilidades recaen en una clase política que se encegueció en 20 años de poder.

Sufrimos un terremoto devastador y afloró lo peor y lo mejor de los chilenos en la tragedia.

En dos huelgas de hambre, dolorosas y profundas, el país se estremeció con la demanda mapuche.

Los trabajadores del norte nos recordaron los tiempos de Subterra, del rucio, la compuerta 12, de la mina que explota, de las familias pobres que sufren y una sociedad entera se movilizó para el rescate.

Ahí recuperamos las vidas con esperanza y tesón, pero las largas semanas de espera fueron conmovedoramente desgastantes.

En el camino, accidentes de buses y el aumento de tragedias carreteras… y ahora, las muertes incomprensibles de 21 chilenos en acto de servicio solidario. Alguien podría decir con justicia: es demasiado, en tan poco tiempo.

La sociedad se ha cargado de pena, de frustraciones, de sueños incumplidos.

Eso explica, en parte, las grandes movilizaciones de todos estos días y la congoja desplegada en las puertas de TVN: las velas, los mensajes, los silencios llorosos, el reclamo de que ahora Felipe no estará en las mañanas en el living o la sencilla cocina de cada hogar…

Tristeza porque la muerte se enseñorea con una comunidad humana.

¿Pero dónde está su victoria?

¿Dónde está su aguijón?...

Pedro Casaldáliga, Obispo de la Iglesia progresista de Brasil dice sobre la muerte: “Nos llevas, te llevamos. En la entraña, grano en tu surco, de tu surco espiga. Juntos crecemos. Tú hacia el ocaso, cumplida la misión que nos fecunda. Nosotros hacia el día, por el «paso» de tu garganta abierta”.

No hay muerte victoriosa para una comunidad humana cuando hay personas que han sabido encarnar en su entraña el surco y la espiga.

Los compatriotas que murieron en Juan Fernández dejaron una huella de compromiso y solidaridad, de servicio fecundo y lleno de esperanza.

¿Dónde está, entonces, la pretendida victoria de su muerte?...

Aprendemos de ellos ahora, de un Felipe sencillo y solidario. Comunicador sensible. De un Felipe empresario, excepcional entre los suyos.

De profesionales y uniformados, de servidores públicos que con su vida nos dicen que vale la pena vivirla cuando hay un sentido humano por delante, una idea de justicia social que motiva; cuando hay un espíritu de servicio que no repara en tiempo ni espacio.

Tenemos derecho como país a estar tristes por su partida intempestiva pero no tenemos derecho a descuidar su legado.

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