A nuestra Viola chilensis

¿Quién mejor que Violeta Parra para simbolizar este año, en el centenario de su nacimiento, el Día Internacional de la Mujer?

Campesina, cantautora, guitarrera, jardinera, locera, costurera, poeta, música, pintora, agricultora, tejedora, bordadora, hija, hermana, madre, amante… todo esto y mucho más fue esta chilena de San Carlos que nos llevó con su creación artística y su “Gracias a la vida”  a los más lejanos puntos del globo y nos dejó condecorados para siempre en el Viejo Mundo cuando mostró parte de su obra en el Museo del Louvre en París.

La conocí cuando yo trabajaba en  revista “Ecran”, bajo la dirección de María Romero y luego de Marina de Navasal. Cuando terminaba mi pos grado en Columbia, Nueva York, Marina me ofreció la subdirección de la revista. Pero al regreso seguía siendo la periodista joven que pagaba el noviciado, la encargada de comentar las películas menos interesantes… Y cuando a la redacción llegaba Violeta a promover su última grabación, me llamaban de la dirección y me decían, “Atiéndela tú, que yo tengo mucho quehacer.”

“Pero los secretarios no te quieren

y te cierran la puerta de tu casa…

… porque tú no te vistes de payaso

porque tú no te compras ni te vendes

porque hablas la lengua de la tierra

Viola chilensis”…*

Entonces una sonriente Violeta, con su pelo desordenado y guitarra en mano, se sentaba junto a mi escritorio a hablarme de su último vinilo y a cantar con su voz nasal y doliente. Interpretaba aquellas canciones como había visto hacían los campesinos: cabeza agachada sobre la guitarra y ésta parada sobre el regazo.

Porque desde los años 50, cuando Violeta comenzó a levantar su voz con los sonidos del campo y del wallmapu, solamente los musicólogos y eruditos aquilataban su valer. Recuerdo un espacio de José María Palacios en Radio Chilena, “¡Aún tenemos música chilenos!”, que fue el primero en reconocerla y difundir su labor de investigadora de nuestras raíces.

Has recorrido toda la comarca

desenterrando cántaros de greda

y liberando pájaros cautivos…”

Saltó a Europa invitada a un Festival de la Juventud en Varsovia y de allí siguió recorriendo países del área socialista en plena Guerra Fría. Volvió a occidente aterrizando en París, ciudad que la encantó y donde dejaría gran huella. Estuvo dos veces en la Ciudad Luz.La primera convenció a los especialistas franceses del valor de su recopilación folclórica que le grabaron en la Fonateca de la Universidad de París. Mientras, se ganaba la vida cantando en caves. Vida que se  interrumpió bruscamente al saber de la muerte de su hija menor, Rosita Clara, que había dejado al cuidado familiar en Chile.

La segunda vez en París se dedica a crear obras en cerámica, arpilleras y pinturas que en 1964 logra exhibir en el Museo de Artes Decorativas del Louvre. Primera artista latinoamericana que las expone individualmente. Galardón que tampoco fue debidamente apreciado cuando regresó orgullosa a contarlo al país.

Ni siquiera la recibieron con grandes aplausos cuando debutó en la “Peña de los Parra”, local que en los años 60 sus hijos habían levantado con gran éxito en la calle Carmen del Santiago antiguo. Allí nos presentó a su gran amor, el antropólogo y flautista suizo Gilbert Favre, que pronto la abandonaría, partiendo a Bolivia y dejándola en el desconsuelo.

“Tu dolor es un círculo infinito

que no comienza ni termina nunca

pero tú te sobrepones a todo

Viola admirable”…

Resiliente como era, Violeta consiguió con Fernando Castillo Velasco, Alcalde de La Reina, que le cediera un terreno para instalar una carpa donde quería cantar y también fundar en ella la primera Escuela del Folclor. La inauguró en septiembre de 1966 y entre muchos invitados, estábamos sus amigas de la prensa de entonces, Raquel Correa y yo. Aquella noche fría de invierno no había más de veinte personas como público, entre las cuales recuerdo en primera fila al escritor Fernando Alegría.

Pero el sueño se frustró. Quedaba demasiado lejos del centro y sin locomoción cercana. La carpa era enorme y mal iluminada. Ni los braseros repartidos por el lugar, ni el “navegado” ni el mate lograban vencer el frío de esas noches aún de invierno. Un ambiente inhóspito, pese a la sonrisa acogedora de la anfitriona. Violeta cantó aquella noche varios temas sola y también algunos acompañada por su hija Carmen Luisa.

Cayó abatida ante este doble fracaso, el amoroso y el profesional, e intentó suicidarse con el gas de la cocina, del que  fue rescatada a tiempo. Cuando pudo volver a la carpa comentó sonriendo: “Bueno, ustedes ya saben lo que me pasó… y después de eso compuse esta canción. Espero que les guste”. Y aquella noche cantó “Gracias a la vida”.

Un año después lo intentaría por segunda vez y esa madrugada del 5 de febrero de 1967 en la soledad de la carpa de La Reina se escuchó el disparo que acabó con sus cuitas.

Se fue sin más galardones que el Premio Caupolicán de los Cronistas de Radio, Teatro y Cine chilenos (1955) y su hazaña en el Louvre. Nunca recibió el Premio Nacional de Arte, oprobio chileno que recién ha sido reivindicado cuando en  octubre de 2015 la Presidenta Michelle Bachelet inauguró el Museo Violeta Parra en la avenida Vicuña Mackenna de Santiago.

En el centenario de su natalicio y a cincuenta de su partida, celebremos a esta “dulce vecina de la verde selva” repitiendo junto a su hermano Nicanor.

Cántame una canción inolvidable

una canción que no termine nunca

una canción no más

una canción.

Es lo que pido”.

* Poema “Defensa de Violeta Parra” de Nicanor Parra, Premio Nacional de Literatura (1969) y Premio Cervantes (2011). Obra Gruesa, 1969.

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