Emblemático, histórico, simbólico

Seguir por televisión las elecciones en Chile, de cualquier clase que sean, se ha convertido en una experiencia tan grotesca, tan provinciana y tan cerril, que puede llegar a tener consecuencias fatales. Y si mientras uno observa ese espectáculo no ingiere una dosis de 500 milígramos de ravotril u otro ansiolítico y además carece de sentido del humor o se encuentra sin compañía, fácilmente puede terminar en la cárcel, el manicomio, una clínica, con una depresión endógena incurable.

Los cientos de reporteros que cubren el evento en todo el país hablan a una velocidad que supera la del sonido, meten los micrófonos y las cámaras hasta en las partes pudendas de los candidatos, chillan y vociferan conclusiones que enseguida desmienten, comentan hechos evidentes, como si todos los espectadores fuesen tontos (se cayó el audio, la comunicación está fallando, hay problemas de imagen, etc.) y machacan hasta el cansancio las mismas palabras que vienen repiqueteando hace décadas, en verdad, hace varias generaciones.

Sin duda, los tres vocablos “cultos” más usados en la última contienda municipal fueron emblemático, histórico y simbólico.

Se dijo que la abanderada de la Concertación ganó en la emblemática comuna de Santiago, lo que no significa absolutamente nada, ya que emblema quiere decir expresión, alegoría, lema, escudo, divisa, jeroglífico, etc. ¿Tal vez descifró el enigma de los signos vecinales, desentrañó el secreto de nuestros ancestros, interpretó papiros?

En un combate simbólico, el alcalde de Providencia fue destronado (sic).Hecha la salvedad de que aquí los gobiernos monárquicos han estado fuera de contexto durante dos siglos, ¿quizá esa competencia tuvo ribetes figurados, metafísicos, mitológicos, que son algunas de las muchas acepciones derivadas de la palabra símbolo?

La voz “histórico” merece una reflexión más detallada, ya que a lo largo del pasado 28 de octubre participamos en momentos históricos, hubo cambios históricos, asistimos a derrotas históricas…

La invención de la imprenta, la Independencia de Estados Unidos y las colonias sudamericanas, la Revolución Rusa, la Segunda Guerra Mundial, la llegada del hombre a la luna, la crisis del Medio Oriente quedan chicas, palidecen, se evaporan en comparación con la histórica, heroica y ejemplar gesta ciudadana que nos acaban de regalar los departamentos de información audiovisuales.

A la radio es preferible ignorarla, pues calca, de modo prácticamente idéntico, el modelo impuesto por la pantalla chica. Sin embargo, de la prensa escrita podría esperarse algo decente, ya que se supone que ahí las noticias son elaboradas y hay artículos que publican expertos en sus respectivas materias. Por lo tanto, tenemos el derecho a exigir mejor calidad periodística, buena prosa, una redacción idónea, en suma, cultura. Y ocurre exactamente lo contrario.

Examinando sin detención, a vuelo de pájaro, un periódico “serio”, y solo sus páginas editoriales, más las columnas de opinión, el resultado es alarmante por la increíble cantidad de lugares comunes y, a la vez, por el nivel de rebuscamiento que exhibe.

La doble repetición, incluso la triple repetición, síntoma de debilidad léxica y mental, campea a rienda suelta: un especialista escribe, sin pestañear: “serían pocos, pocos esperaban, pocos sabían”, para, acto seguido, poner: “las cosas están bien…, si bien se esperaba, porque bien…” y otro le sigue los pasos en la extática afirmación: “los que no votaron no pueden optar por no participar”. Hay “militantes y partisanos” (o sea, guerrilleros), junto a “los chilenos más partisanos”. Y una organización “vivió su mejor performance” (es decir, una estupenda representación teatral).

Es preciso reconocer, de cualquier forma, la inventiva de algunos estudiosos, quienes, en forma sesuda, sutil, quizá premonitoria, cambian el género de ciertos términos: “el ignominio, el evidente alza” (del PGB).

Asimismo, logran una cualidad lírica encomiable: (el fastidio) “alcanzó una masa crítica…cuando contingencias históricas entran en sincronía y ponen en ebullición toxinas" (¿venenos, infecciones, bacilos?)…, para rematar con la perla negra “un tibio, refractado anuncio”.

Otros son de frentón intelectuales y vaya que lo son, pues el peso cerebral que muestran es colosal, de refinada profundidad: sobre “un libro que le parecía infumable", un crítico gringo sentenció… que “el repertorio "(a saber, lista, catálogo, compilación) para reaccionar… "reflejaba otra variable más de la ecuación, esa variable no se aplicaba si hay margen para bancárselo”. Esta elegancia algebraica, se sustituye, en otro comentario, por enjundiosas meditaciones: “la derecha soft, alternativas que aún no despegan de la estatura de la broma…”

Los ejemplos de tales efusiones verbales son tantos, pese a que se hallan en secciones exclusivas de los rotativos, ocupando un reducido espacio de ellas, que si seguimos citándolos, el goce estético puede nublarnos el entendimiento.

Pero hay todavía más motivos de alborozo, gracias a que nuestros politólogos, cronistas y opinólogos, han descubierto tesoros filosóficos que únicamente existen en nuestro país y que estallan a los cuatro vientos en los sufragios populares: el laguismo, el bacheletismo, el piñerismo, el escalonismo, el lavinismo, el freísmo…

En otras palabras, Ricardo Lagos, Michelle Bachelet, Sebastián Piñera, Camilo Escalona… han escrito libros fundamentales y fundado doctrinas, corrientes de pensamiento, escuelas y sistemas epistemológicos que pueden compararse con el cartesianismo, el kantismo, el hegelianismo, el marxismo, el humanismo cristiano, el existencialismo y es posible que los superen a todos.

Por fortuna, ni Lagos, ni Bachelet, ni Piñera, ni Escalona, padecen delirio de grandeza u otras formas de megalomanía, por lo que cae de su propio peso que están exentos de responsabilidad frente a este aluvión de atributos geniales. Desde luego, para ser dirigente político hay que tener una fuerte dosis de egocentrismo, aunque nunca tanta como para creerse maestro de una ideología trascendental.

Lo anterior dista de ser una crítica exhaustiva al lenguaje y a la exquisita terminología de los medios de comunicación nacionales. Basta con escucharlos, o leerlos, para darse cuenta de que han caído en un cretinismo idiomático que parece irreversible, completamente insuperable.

Si se refirieran a la farándula, a las teleseries, a los realities, santo y bueno. Nadie en su sano juicio podría pedir un mínimo de rigor, una básica sensatez que provenga de esos engendros, sea en los formatos que sean.

No obstante, si se trata de analizar la realidad cívica y, en concreto, un proceso democrático, un manejo competente de la lengua o, por lo menos, un grado de sobriedad, de discreción, de conocimiento del vocabulario elemental, son el mínimo minimorum que cabe reclamar.

En lugar de eso, hay clichés, un océano de frases hechas, un diluvio de pura tontería o claramente un pomposo recargamiento, que pretende pasar por sofisticación.

Y en lugar de aprender algo, tenemos victorias emblemáticas, catástrofes históricas, acontecimientos simbólicos.

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