Erasmo, un cura moderno

Hijo natural de un sacerdote y su sirvienta, a la muerte del padre, tutores de porosas manos absorbieron su pequeña herencia. Más tarde, con los Agustinos ingresó en la disciplina religiosa vistiendo lo menos posible el hábito. Estudiante en París y Bolonia, catedrático en Oxford y viajero por toda Europa, dejaría siempre memoria de oficio literario y juicio mordaz e innovador.

Antonio Machado destacó la enorme huella de Erasmo en el siglo de oro español. Y durante la Segunda República, un ministro decía: “Nosotros somos los modernos erasmistas…”, en el sentido de incorporar la nación al pensamiento y esperanzas de un humanismo que superara a la España ariscamente anti-europea, contraria a las novedades y temerosa de perder su yo.

Nació en Rotterdam, probablemente en 1469. Firme defensor de su independencia intelectual, vaciló en las cuestiones difíciles y algunos no lo consideraron católico ni protestante, sólo un espíritu burlón, reprochándole su escasa trascendencia como filósofo amilanado por los grandes temas de su tiempo.

En realidad, con la Inquisición al frente, mucho se arriesgó al optar por su libertad y negarse a tomar partido. La Iglesia igualmente lo acusa: “Pusiste el huevo y Lutero lo incubó”. “Sí - dijo-, pero yo esperaba un pollo distinto”.

Mejor le fue con los pintores pues tres grandes lo retrataron: Metsys, Holbein el Joven, y Durero.

Erasmo estimaba a Lutero un buen cristiano que anteponía, a las vanidades cotidianas, el fondo de la creencia. Podría decirse que tuvieron sintonía doctrinal con temperamentos antagónicos; querían reformar la comunidad católica, desvirtuada por pasiones y egoísmos, empobrecida en la reverencia a exterioridades, desgastada en disputas pueriles.

Ambos consideraban la Biblia único pilar de la fe. Lutero la tradujo al alemán, y Erasmo quiso llevarla a todas las lenguas: “puede ser conveniente que los reyes oculten sus secretos, pero Cristo quiere divulgar los suyos. Desearía que hasta las mujeres más humildes leyeran el Evangelio y las epístolas de San Pablo”.

Para los conservadores, divulgarla sin medida era fuente de herejías, y prohibían bajo severas penas: “sacras literas in linguam vulgarem transferret”, un licor demasiado fuerte para todos.

Ambos serían, entonces, artífices de una revolución de temibles consecuencias: la mujer lectora.

La educación fue el puerto natural de su tendencia a comprender la vida cristiana como amor y sencillez de costumbres, antes que adhesión a oscuras y sutiles teologías. “La primera enseñanza de los niños consiste en que aprendan a hablar clara y correctamente” pues la palabra es espejo infalible del alma. Saludable principio para tonificar el escuálido idioma chilensis, nutrido de garabato, muletilla y lugares comunes.

Indeleble, además, es su propuesta de introducir el juego en la enseñanza. El maestro ingenioso hará agradables las lecciones al niño, que no sentirá el esfuerzo de aprender.¡Nada con profesores agrios y lateros!

El Elogio de la locura –“un juego de mi imaginación”-, sátira plena de ironía y muy popular en su tiempo, cuando la imprenta barruntaba sus posibilidades. Erasmo fue el primer escritor disputado por los editores y sus obras ampliamente difundidas con el aval de “autor prohibido de primera clase”, otorgado por sus censores.

Escribir sobre la Moria (tontera, estulticia), le vino de la semejanza del término con el apellido de su amigo Tomás Moro, hombre de profunda religiosidad y entereza espiritual, cuyo rechazo a los caprichos matrimoniales de Enrique VIII le valió el cadalso.

El libro, que no deja títere con cabeza, es un compendio de disparates y de sus ninfas complacientes: amor propio, olvido, pereza, voluptuosidad, y también su crítica o justificación, algo en chunga, algo en serio. Locura es un “cierto extravío del espíritu” que hace feliz y da confianza. Sin ella la vida sería insoportable. Y nada tan loco como agradarse y admirarse uno mismo. Por amor propio, nadie está descontento con su fisonomía o ingenio, asegura Erasmo, anticipando la máxima cartesiana: el buen sentido o razón es lo mejor repartido en el mundo pues todos creen estar tan bien provistos de ella que nadie desea más.

La vida es comedia. Enmascarados representamos un libreto hasta que el empresario nos saca de escena. ¿Qué sería de ella sin el placer? El loco se entrega a sus pasiones, y así como el caballo no sufre ignorando la gramática. Tampoco son desdichados hombres y mujeres por su demencia. Está en su naturaleza oír fábulas ridículas de aparecidos, terremotos o de santos protectores: uno cura el dolor de muelas, éste devuelve lo perdido, aquél salva de accidentes.

Lo tonto gusta siempre porque la mayoría obedece a la locura.

Adulación e hipocresía son encanto y adorno de las relaciones sociales. Es una desgracia ser engañado, objetarán algunos. Falso, la mentira influye cien veces más que la verdad.

Nos frotamos con su miel, y los teólogos observan con aire compasivo. Rodeados de su corte de definiciones magistrales, conclusiones y corolarios, trazan un cuadro del Infierno tan detallado como si hubiesen vivido años allí. El non plus ultra de un oficio que ha tenido y tiene, como sabemos, distinguidos exponentes criollos.

¡Vivan, aplaudan y beban ilustres partidarios de la locura!

Así discurre esta apología, que no es toda la fama de Erasmo; reducirlo a la Moria es ceñir su obra a la semana dedicada a componerla. Cuando se publicó, ya tenía prestigio por otros escritos, y también por la elegancia de sus traducciones de Luciano y Eurípides.

En Erasmo se advierte el poder del libro y los esfuerzos de la imprenta por elevarse a un rol cultural superior. Consciente de las necesidades del mundo moderno, le habló en estilo familiar para seducirlo.

Su literatura festiva y verdadera, refinada y popular, contribuyó al desprecio de los libros de caballería. España, sin pasar por el erasmismo no habría producido El Quijote, sostiene Marcel Bataillon en su magnífico ensayo Erasmo y España.

En 1536, trabajando sin prisa ni reposo, como las estrellas, se apagó este ingenio renacentista, tan apegado a lo humano, que Rabelais lo llamaba su maestro.

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