Las fuerzas ocultas que inspiraron el Concilio Vaticano II

Hace pocos días hemos celebrado el quincuagésimo aniversario del inicio del Concilio Vaticano II, convocado por el Papa Juan XXIII el 11 de octubre de 1962. En esa convocatoria el Papa trazó también algunas líneas en cuanto al estilo y al enfoque que debía tomar.

Otro momento decisivo en que intervino Juan XXIII para orientar el Concilio hacia una apertura al mundo actual fue cuando la asamblea se encontraba en un serio impasse entre dos líneas: una tradicional encabezada por la curia romana que había preparado un concilio a su estilo y otra mayoritaria encabezada por algunos obispos de las grandes iglesias de Europa.

Estos querían una Iglesia actualizada que respondiera a las nuevas exigencias del mundo moderno.Buscaban en otras palabras, un aggiornamento. Ese fue el momento en que el Papa habría abierto las ventanas para que entrara nuevo aire. Queremos en nuestro comentario distinguir ambos momentos y examinar las intenciones que tuvo Juan XXIII en estas dos actuaciones.

En primer lugar la iniciativa de Juan XXIII para convocar el concilio ¿Qué idea tenía él de un concilio? ¿Qué motivos tuvo para convocarlo?¿Qué objetivo le asignaba?

Juan XXIII había sido Nuncio en la Francia del pre concilio. Este hecho fue a mi juicio, muy importante y decisivo. Francia se encontraba después de la guerra en 1945, en una etapa de gran ebullición intelectual. Esto lo pude comprobar durante mi estadía en ese país en la posguerra.

Pareciera que la guerra en que había quedado Francia tan humillada provocó esta reacción de vida y recuperación intelectual en el mundo católico. Se iniciaron colecciones nuevas sobre los Padres de la Iglesia, sobre la liturgia, la espiritualidad, los escritos bíblicos. El pensamiento patrístico renovaba las doctrinas medio anquilosadas por la teología medioeval, nuevas revistas se acumulaban con orientaciones modernas sobre la psicología, la antropología, las ciencias humanas. Todo estaba en ebullición intelectual.

En esta situación hubo, con todo, tensiones particularmente con Roma con el pensamiento teológico y doctrinal del Centro. Se hablaba de la Nouvelle Thèologie de Francia y eso caía mal en Roma. El Papa publicó en esos años la encíclica Humani generis que fue condenatoria para pensamientos como el del antropólogo y teólogo Teilhard de Chardin. Desde Roma se prohibió a algunos teólogos como Henri de Lubac, Yves Congar, Dominique Chenu enseñar en sus cátedras.

El Papa condenó la Moral de la Situación un pensamiento que tuvo representantes en Norteamérica y en Francia más particularmente que subrayaba la importancia de las situaciones para formular normas morales. Hubo al respecto exageraciones, pero a la larga predominó el reconocimiento de que una moral tiene que asumir las situaciones para poder normar las conductas.

No podemos entrar mucho en el análisis de esos momentos que vivió Juan XXIII cuando estuvo en contacto con una Francia que despertaba. A esto se unía que la idea de un concilio estaba en el aire, no se había podido terminar el Concilio Vaticano I que finalizó abruptamente interrumpido en el año 1870. Después de la condena del modernismo por Pío X se comprendía la necesidad de superar los esquemas demasiado tajantes y condenatorios.

Juan XXIII ha dicho que la idea de convocar un concilio fue una inspiración de Dios, lo fue sin duda, pero esa inspiración debe haber surgido como hemos dicho de su experiencia como Nuncio en Francia donde captó el despertar, como una advertencia de la Iglesia francesa que necesitaba orientación. Esa orientación debía venir de la Iglesia madre y maestra.

La Iglesia era madre y maestra y debía acudir a orientar la inquietud de un cristianismo que bullía. Esta misma experiencia tiene que haberle inspirado las modalidades que formuló en la convocatoria al concilio. Este debía ser pastoral y no doctrinal. Y deseaba que fuera positivo, es decir no al estilo de un profeta de calamidades. “La doctrina ya la tenemos lo que hace falta es designar las aplicaciones”. La iglesia deberá ejercer una vez más su función de madre y maestra, madre bondadosa benévola y maestra que aplica su enseñanza a los problemas del día.

Como vemos quedaron absolutamente indeterminados los temas que el Concilio debía desarrollar. El llamado al Concilio fue un acto de confianza en lo que el podía llegar a ser. Las palabras del Papa en su discurso inaugural, muestran también esa entrega confiada a lo que el Concilio iba a determinar.

Comenzadas las sesiones conciliares, al poco tiempo se llegó a un momento de impasse. El desarrollo de las temáticas tal como las había preparado la Comisión Preparatoria del Concilio se hizo intolerable: los padres conciliares querían otra cosa. En una de las primeras sesiones hubo un episodio decisivo. El Cardenal Lienart apoyado por el Cardenal Frings se levantó y pidió que se volvieran a constituir las comisiones que determinarían los temas que se debían tratar, o sea que toda la preparación hecha hasta entonces debía renovarse con los nuevos encargados y nuevas temáticas.

Este fue precisamente el momento en que tuvo nuevamente que intervenir Juan XXIII cuando una mayoría del Concilio descartó los documentos preparatorios de tono totalmente tradicional que debían encauzar su marcha . Los historiadores del Concilio lo designan como el momento clave y decisivo que abrió las puertas a un desarrollo totalmente imprevisto. Un equipo muy tradicional bajo la aprobación del mismo Juan XXIII había preparado durante varios meses el concilio, designando temas y las soluciones posibles que hubieran hecho del evento un suceso bastante irrelevante.

La mentada intervención del Cardenal Lienart fue recibida con un aplauso general. Se pasó a una votación en que casi dos tercios optaron por la reforma radical. Era una situación difícil porque se requerían dos tercios completos para poder hacer un cambio tan radical. Ahí intervino nuevamente Juan XXIII poniéndose al lado de la mayoría.

Esta segunda intervención decisiva que marcaría el futuro del Concilio Vaticano II, no fue un vuelco encabezado por el Papa sino por los mismos padres del concilio y aquí fue Juan XXIII el primer obediente a la voluntad de Dios que veía expresada en esta rebelión, por decirlo así, de los padres conciliares contra lo que había estado dispuesto de antemano por el mismo Papa y el equipo preparatorio.

Esa mayoría que desde entonces marcaría decisivamente la marcha del concilio venía de Francia, de Alemania, de Bélgica, de la Europa Central y en el fondo se nutría de la Nouvelle Thèologie, la nueva teología que marcaría la marcha de la Iglesia. Los mismos padres que habían sido sancionados por Roma serán en adelante los grandes maestros del concilio, a saber: Yves Congar, Dominique Chenu, Henri De Lubac, Karl Rahner y otros.

Juan XXIII al año siguiente a través de la nueva encíclica Pacem in Terris mostraría la nueva orientación que en definitiva afianzaba una Iglesia abierta al mundo moderno e incluso a la globalización de este mundo. La encíclica contenía una inédita proclamación de la Iglesia de los Derechos Humanos, por la que la  se sumaba a la proclamación secular del año 1948 de los mismos derechos.

A partir de esa fecha memorable la mayoría del concilio, los dos tercios, pudo declarar en el capítulo II de la Constitución Lumen Gentium, que la Iglesia era el Pueblo de Dios, que los laicos constituían fundamentalmente ese pueblo, que la Iglesia en su conjunto debía abrirse al mundo moderno, realizar en éste el sueño de Dios de crear una humanidad unida, fraternal, que gozara con los derechos de la libertad, igualdad y fraternidad.

Juan XXIII aprendió del Concilio. La muestra de que personalmente se había abierto fue su encíclica Pacem in Terris. Murió al año siguiente en 1964 antes de la segunda sesión del concilio.

En definitiva Juan XXIII, más que un orientador del concilio fue orientado por el. Me parece significativo que el Espíritu Santo se haya valido más inmediatamente de la asamblea conciliar que del sucesor de Pedro para orientar el concilio hacia un aggiornamento.

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