Liberación femenina en el pentagrama

Nombrar grandes maestros de la llamada música docta o clásica no cuesta demasiado, y hasta el más desprotegido en estas artes se las arreglaría para anotarse con Bach, Mozart o Beethoven, si se lo pidieran. Por cierto, muy distinto sería el lance tratándose de mujeres compositoras, posiblemente debido a la creencia de que no existen.

El mundo de las corcheas y semicorcheas,  a pesar de su patrona Santa Cecilia, no ha sido ajeno a la ominosa normativa patriarcal, jerárquica y excluyente. Reforzada por la Iglesia a través del Papa Inocencio XI: “La música es dañina para la modestia del sexo femenino, porque se distrae de las funciones y ocupaciones propias…Ninguna mujer debe estudiarla ni tocar instrumentos musicales”. 

Y aunque el designio pontificio no fuera cosa baladí, ellas tuvieron suficiente energía para ignorarlo e incursionar en los dominios de la musa Euterpe, libando a su amparo el néctar prohibido. En la Edad Media tenemos ya la primera maestra registrada: la abadesa renana Hildegarda de Bingen, dramaturga y teóloga conocida como la Sibila del Rhin.

Sus monodias y cantos aún se escuchan.

Durante el Renacimiento, las hijas de familias nobles tuvieron licencia musical sólo al interior de sus casas, utilizando arpas o clavecines; el violín no, pues la pose para tocarlo no era recatada. Aquellas muchachas podían pulsar los instrumentos sin aspiraciones profesionales. Con todo, esas cortapisas no fueron óbice para que prevaleciera Francesca Caccini a quien sus contemporáneos apodaron la Monteverdi de Florencia.

Asimismo, Raffaella y Vittoria Aleotti, en Ferrara, luego de estudiar clavicémbalo y composición fundaron el Concerto grande, grupo vocal e instrumental. Raffaella editó un libro de motetes titulado Sacrae cantiones. Liber Primus y otro de madrigales Ghirlanda de madrigali.

En Francia, la ópera Céphale et Procris de Elizabeth Jaquet de la Guerre tuvo un éxito apabullante, y ella misma por sus trabajos para clavicémbalo sería comparada con el mismo François Couperin.

Admirable es también María Teresa von Paradis, pianista, cantante y música austríaca, ciega desde su infancia y para quien Mozart compuso el concierto N° 18 de su serie pianística. Suyas son Ariadna y Baco, la cantata Monumento nacional; la ópera Rinaldo Algina. Tríos para piano, violín y chelo, canciones y partituras de cámara como su bellísima Siciliana.

En el período romántico relumbra Clara Wieck, fémina de hechuras novelescas y excepcional pianista. Clara sacrificó su talento en favor del esposo, Robert Schumann, inspirando y enriqueciendo su cometido con sugerencias y observaciones; hasta se dice que melodías atribuidas a él eran suyas. Y pese a los impedimentos: su propia carrera, ocho hijos, marido enfermo, pudo rubricar piezas para piano, canciones (lieder), música de cámara y coral.

Singulares son los conceptos  dedicados, en 1889,  por Neue Musik Zeitung a Louise Adolpha Le Beau: "Debemos aclarar que la señorita Le Beau no sólo compone como un verdadero hombre, con musicalidad total, sino que además no se comporta como algunas autoras que intentan convencer de su originalidad moviendo sus cabellos".

“La señorita Le Beau” incluso polemizó sobre el papel de la mujer en la sociedad alemana: madre y servidora de la familia sin tiempo propio. Destacan sus oratorios Ruth y Hadumot y la ópera El califa hechicero, y el concierto para piano en Re menor, op.37.

En Chile, es difícil referirse al tema ignorando a la madrileña Isidora Zegers quien, tras los pasos del padre, llegaría a Santiago donde inicia una revolución sinfónica deslumbrando a la sociedad con su ingenio vocal y armónico.

Perpetuada por los pinceles de Raymon Monvoisin, su actividad irradia la historia polifónica chilena en la primera mitad del siglo XIX. Presidió la Academia del Conservatorio Nacional de Música, a cuya fundación contribuyó.

Digna de este incompleto y unilateral escrutinio es la precoz valdiviana Nina Frick (1884 - 1963). Sus aptitudes innatas asombraban: escuchando un pasaje, sin importar su complejidad, era capaz de interpretarla de inmediato.

Alberto Friedenthal, quiso llevarla a Europa pero los padres se negaron a causa de su corta edad y los riesgos de navegar por el Cabo de Hornos. Permanecería entonces en Valdivia; de su producción sobresalen la obertura La AlboradaMarcha fúnebre.

Sin duda, Leni Alexander Polack (1924 -2005), nacida en Breslau y chilena por adopción, es una de nuestras creadoras más relevantes. Sus padres judíos emigraron a Chile, en 1939, después de la destrucción nazi de la sinagoga de Hamburgo, ciudad donde Leni iniciara sus estudios.

Si bien sus versátiles frutos son principalmente instrumentales, en Estados Unidos escribió el ballet Un médico en el campo, inspirado en la novela de Kafka.

Leni, a raíz del golpe militar permanecería en París. Allí, comprometida con los derechos escarnecidos por la tiranía pinochetista, trabajó para Amnistía Internacional y el Comité de Solidaridad con Chile.  Este aspecto de su ethos la asemeja a Pablo Casals, insigne cellista y opositor al franquismo, reconocido por la ONU en su laboriosidad pro democracia, libertad y derechos humanos.

Hoy, rebasadas las vetustas disposiciones vaticanas, el Instituto de Música de la Universidad Católica de Valparaíso es punto de referencia de un conjunto de jóvenes que intenta ampliar la presencia femenina en la música. Diríase un boom de compositoras interpretadas ya con cierta regularidad en las orquestas nacionales.

Algo de su incipiente cosecha: Valeria Valle, Michelada, para seis violonchelos; Fernanda Carrasco, Luciérnagas, texto orquestal; Natalie Santibáñez, Caleuche, voces, cuerdas y piano; y Katherine Bachman, Introspección, cuarteto de cuerdas y piano.

En las procelosas aguas del solfeo, estas audaces artistas exhiben empaque suficiente como para llegar a ser “reinas de cuatro reinos sobre el mar”, dicho en términos mistralianos.

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