Más ciencia para mejores sociedades

Por lo que recuerdo, cursaba segundo año de sociología cuando leí por primera vez el concepto de Ciencias Humanas. El texto era sobre Michel Foucault y señalaba cómo en las descripciones de su libro Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión (1975), las prácticas de poder - objeto de estudio que atraviesa la obra del francés - funcionaban productivamente, gestando al individuo de nuestra época, haciendo posible su objetivación y, con ello, la aparición de las ciencias humanas.

Hasta ese momento, para mí las escisiones eran otras: ciencias sociales, ciencias jurídicas, humanidades, ciencias de la educación. Es decir, la manera en que, con mínimas variaciones, suelen estructurarse administrativamente las áreas del conocimiento en nuestra educación terciaria, con varias disciplinas cercanas que se reúnen en una Facultad.

Como sea, la denominación de Ciencias humanas me pareció inapelable y justificada. Eran, en un sentido amplio, las que se ocupaban de indagar en cuestiones inherentes a un ser humano, lo que iba desde el lenguaje y las emociones, hasta la cultura, el arte o los procesos históricos.

Al interior de las ciencias humanas podíamos reconocer disciplinas diversas, como antropología, derecho, educación, filosofía, geografía, historia, letras, psicología y sociología. Por cierto, en el libro se las llamaba también Ciencias del Hombre, pero supongo que esa designación debe haber quedado obsoleta por machista y poco inclusiva.

Traigo a colación el concepto porque puede ayudarnos a formular una pregunta que, me temo, ronda con persistencia las discusiones de los tecnócratas que deciden los presupuestos de las reparticiones públicas y, en particular, los recursos destinados a ciencia y tecnología, ¿son útiles las ciencias humanas en un país como Chile?

Mi aprensión obedece a una alocución que se ha ido transformando en un lugar común, necesitamos más técnicos. Esto es, debemos desarrollar capital humano en áreas ligadas a la ingeniería, el manejo de data, los procesos, las tecnologías, etc. Desde luego, eso es cierto. El punto es que esos perfiles no son los únicos que necesitamos. Los motivos se pueden abordar desde dos perspectivas.

La primera se hace evidente cuando analizamos la diferencia entre instrucción y educación.

Por instrucción entendemos el proceso de enseñanza-aprendizaje formal, la transmisión de conocimientos en el aula de materias específicas. La educación, en cambio, pretende una formación integral del individuo, el desarrollo de aspectos intelectuales, pero también socioafectivos, morales, relacionales, estéticos, cívicos, etc.

Entonces ¿por qué son indispensables las ciencias humanas para educar y no solo instruir?

Bueno, porque no es plausible tener técnicos de primer nivel para una industria sin competencias básicas de comprensión lectora y el desarrollo de su capacidad de abstracción; porque tampoco podemos tener mandos medios eficientes sin habilidades de liderazgo, comunicación y asertividad y porque es imposible aspirar a buenos operarios que carezcan de una mínima comprensión de los límites que regulan y permiten la convivencia social.

Así, las ciencias humanas son un fundamento ineludible para cualquier formación. Empero, existe un segundo motivo: con ellas las sociedades pueden avanzar en los desafíos que les plantea cada época. Veamos un ejemplo.

La película Una mujer fantástica, de Sebastián Lelio, puso en primera línea las demandas de la diversidad sexual y, solo unas semanas después, el movimiento feminista estudiantil se tomó la agenda.

Ambos conflictos afectan al conjunto del cuerpo social, exigen cambios culturales profundos y se traducen en mayores o menores grados de cohesión social. Y es tarea de las ciencias humanas dar cuenta de estas temáticas, asimilarlas, problematizarlas, entregar un marco conceptual y empírico para su discusión.

Los análisis de las producciones culturales (como la cinta de Lelio) y los movimientos sociales (como el feminista), hacen factibles acuerdos y permiten renovar los pactos sociales, haciéndonos cargo de la idea que tenemos de nosotros mismos como sociedad.

Una idea siempre dinámica, que varía en cada época según el pulso de sus integrantes, los propios seres humanos que le damos forma.

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