Revelarse / rebelarse

Si hay algo que no deja de impresionar a personas que llegan a vivir por estos pagos es la muy instalada costumbre nacional de efectuar juicios morales respecto de la vida personal de otros con un desparpajo que sorprende tanto como incomoda.

Es que en Chile hurgar y pontificar respecto de la vida privada de los otros es un deporte que se practica cotidianamente, en privado o al aire libre y que discurre en relación a cuestiones tan superficiales como la ropa que alguien lleva puesta, así como respecto de las formas que las personas eligen vivir su sexualidad o configurar familia.

“Ese pelo tan largo”, “esa falda tan corta”, “tantos niños que tiene”, “¿pero cómo no vas a tener hijos?”, “¿vas a ir vestido así?”, “estás algo pasado de peso”, “¿no se verá feo empezar a salir con alguien tan pronto?”, “a tu edad no se ve muy bien”.

No recuerdo que en otro país alguien me haya inquirido jamás por aspectos de mi intimidad o  que haya hecho un juicio moral al respecto.

Esta costumbre no tiene nada de inofensiva o ingenua constituyendo, en cambio, un complejo tramado de conversaciones sociales que devienen en una omnipresente estructura moral, según la cual existirían una serie de presupuestos y moldes respecto de cómo las personas han de vivir la vida correctamente.

Se define entonces un estándar respecto del cual las personas deberemos llevar nuestras vidas, siguiendo un estricto patrón de conducta, ajustándonos a parámetros éticos y estéticos definidos por una especie de meta-relato invisible, de voz en off, que dicta unas ciertas reglas de la vida en cuya elaboración nadie parece haber participado y sobres las cuales en público nos mostramos en total desacuerdo, al amparo de una mímica progresista que nos hace aparecer globalizados.

Lo anterior no tiene nada de novedoso o particular, dado que es propio de cada sociedad generar los dispositivos culturales que pongan borde a la infinitud y configuren la forma en que se irá atribuyendo significado a la vida cotidiana.

Sin embargo en Chile los dictados de la moral parecen ir a  contramano de lo que la misma sociedad ha ido en apariencia levantando, ya sea a modo de instituciones o de sus propios discursos.

Ejemplifico, Chile un país donde se ha instalado, por ejemplo el consenso respecto de la no violencia hacia la mujer, generándose instituciones, marcos jurídicos, políticas públicas y discursos de amplia legitimación social, donde el machismo se ha llegado a transformar habitualmente en un término del que rehúyen incluso los machistas más impresentables.

En este mismo país, y sin el más mínimo pudor, las conversaciones cotidianas se observan plagadas de sexismo y violencia de género, acusando habitualmente a las mujeres por su conducta sexual, su apariencia física o sus disidencias respecto de lo que se espera de ellas en su rol materno.

Escuchar lo que se dice en la conversación cotidiana entre fervorosos ciudadanos del siglo XXI desde una perspectiva de igualdad de derechos de género es francamente aterrador y parece sacado del siglo XIX.  Gente que pasa sin escalas del #niunamenos al #feminazis.

En Chile la decisión de hacerse un tatuaje, estudiar una carrera o terminar una relación de pareja extensa aparece habitualmente más vinculada a los efectos y consecuencias negativas que ello tendría sobre el entorno, al “qué dirán", que a las genuinas razones que pudiesen hacer que alguien elija lo que quiere o lo que cree que es mejor para su vida.

Suele encontrarse uno con personas que llevan vidas saturadas de mandatos externos, que estudiaron lo que les dijeron, que opinan lo conveniente, que hacen su vida entera dentro de roperos emocionales y que aprenden a disimular, a maquillar, a encubrir y a mentir (y mentirse), como ejercicio necesario para no meterse en problemas y evitar pagar el alto precio que en esta tierra tiene vivir la vida con autenticidad y lealtad a uno mismo.

De allí el que se constituya seguramente en nuestro mayor rasgo nacional, la hipocresía. Y es que en esta orilla del mundo son tan grandes las brechas entre los discursos públicos y las vidas privadas, los abismos entre lo que la gente exige para sí mismos y para los demás, que hemos aprendido, adaptativamente, a leer entre líneas, porque cuando acá alguien dice algo, es bien probable que lo que quiera decir sea en realidad otra cosa.

Como decía mi padre, la doble moral del café con piernas, donde lo que se vende son cuerpos expuestos de mujeres fingiendo disponibilidad sexual bajo la pantalla de un expendio de café. Maestros del doblez, del eufemismo, de la fachada aparente, de lo implícito, del diminutivo, de lo encubierto, en un país plagado de micro-mentiras cotidianas. “Acá en Chile le gente se manda a la mierda sonriendo… y sin decir mierda”, me decía una amiga uruguaya, años atrás.

Así las cosas y enfrentados al desafío de volvernos titulares de nuestras propias vidas, habremos de estar dispuestos a pagar el precio cada vez que queramos llamar al pan y al vino por su nombre, ampliar o cuestionar las formas clásicas en que se puede vivir la vida, armar familia, expresar nuestras identidades o habitar los cuerpos y por sobre todo, aprenderemos a no guardar silencio ante nosotros mismos, inhibiendo en simultáneo nuestra instalada tendencia a denunciar la diferencia desde la burla y la canallada, construyendo a contramano pequeñas complicidades y redes de solidaridad entre disidentes, como extranjeros en nuestra propia casa. Con honestidad y coraje habremos de revelarnos y rebelarnos*.

*Revelar. Del lat. revelāre. Descubrir o manifestar lo ignorado o secreto. Rebelar. Del lat. rebellāre. Sublevar, faltar a la obediencia. Oponer resistencia.

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