Shakespeare en las paredes

Shakespeare creció en un momento en que las imágenes de los muros de las iglesias eran borradas por la ascendente fe protestante. En vez de dibujar, no quedó más que escribir. Las imágenes se transformaron en palabras y las palabras en armas de una conciencia crítica. Hoy las imágenes no han sido prohibidas, por el contrario, se han trocado en objeto de culto. En esta condición, han sido conquistadas, domesticadas, prefabricadas, reproducidas al infinito, y, sobre todo, sometidas al imperio del mercado, de la publicidad, de la marca.

La luminosidad de las pantallas esparcidas por doquier, teniendo como soporte sea edificios, muros, o manos que las transporte, contamina no solo la ciudad, sino que también las mentes y las conversaciones.

Sus imágenes se han incrustado en la estética de lo cotidiano, permaneciendo nosotros , el público, admirados con los artificios fosforescentes nacidos de paredes en perpetuo movimiento.

Frente a las parpadeantes imágenes de mercado, y al modo shakesperiano, los grafitis se rebelan, inundan la ciudad, rompen con la estética del mercado y de sus productos y personajes. Se toman los muros para encarnar la vida negada, para denunciar o para ironizar. Más de algún dramaturgo debe andar rayando paredes por nuestras calles. Y miles son los artistas, poetas y escritores que, junto con los paseantes, se hacen de brochas, espray o cualquier otra tintura para imprimir sus ideas.

Con ello desafían los burdos anuncios comerciales de desodorantes, autos de “alta gama” y pañales, y fuerzan a pensar, a revisar y revisarse. Y, naturalmente, ponen en tela de juicio los anuncios políticos que suelen no ser más que otra expresión de la publicidad comercial.

¿Qué habría escrito Shakespeare en nuestras paredes?

Permítaseme la extrapolación. Lo escrito está y su sentido trasciende los lugares en que está escrito.

Al contemplar a nuestra clase política y a los gobernantes, el dramaturgo no podría sino escribir. “tanto cerumen en las orejas y tan poco seso en el cráneo” (Troilo y Crésida). Y, respecto de los acuerdos que las y los dirigentes suscriben, rociaría con espray los muros del Congreso parafraseando a Hamlet “la quintaesencia del polvo”. Acerca de la burguesía criolla, es probable que su grafiti “tan bien alimentada y tan mal educada” (A buen fin no hay mal principio) cobraría vida en aquellos muros apenas tocados de los barrios altos de la ciudad.

“Flor que corrompe”, denunciaría desde las paredes a aquellas heredades que sostienen la fortuna de los poderosos (Sueño de una noche de verano).

Acerca de los medios de comunicación - la televisión seguramente – escribiría, “Mentirosa infinita e interminable que en cada hora quiebra sus promesas” (A buen fin no hay mal principio). Los matinales le invitarían a vomitar sobre las paredes la expresión “nuez rancia e insustancial” (Troilo y Crésida).

El despliegue de una policía militarizada llevaría a sorprenderse al escritor y le motivaría a escribir, como lo hizo en A buen fin no hay mal principio, junto a un retén o comisaría, “el alma de estos hombres está en su uniforme”, lo que es una forma más sofisticada de decir que no tienen alma.

Probablemente les comunicaría, siempre por escrito y en los muros, “cuánto me gustaría ser vuestro perfecto desconocido” (A vuestro gusto).   

Con mucho dolor rayaría el Palacio de Gobierno, la Moneda, con un multicolor grafiti en letras gruesas y mayúsculas, “Tantos ojos y tan poca visión” (Troilo y Crésida).

 Shakespeare se lee, se representa, se cita, y se multiplica en muchas conciencias. El impacto de sus obras, tragedias y comedias, marca a toda la civilización occidental, cualquiera sea la definición que tengamos de ella.

Sus incursiones  en sus propios textos son furtivas. Suelen ironizar su propia obra o ridiculizar a algunos de sus personajes. Es la forma de desplegar su conciencia reflexiva y crítica acerca de la realidad vivida.

Tales incursiones son como los grafitis nuestros, aquellos que pueblan muros y fachadas de las ciudades. Debieran conservarse, atesorarse, citarse y multiplicarse.

Cada muro repintado, cada frontis “limpiado” es, por el contrario, una idea menos, una micro censura, una negación no solo del ingenio de las personas, sino que de sus reclamos y denuncias; es, en otro sentido, la expresión de una mala conciencia que sabe que su privilegio es el producto de lo que aquellas paredes hablan.

 Así como el protestantismo forzó la surgencia del mundo de las palabras, la represión, la insatisfacción, las dudas, los dolores de un pueblo, han promovido el tumultuoso pintarrajeo de paredes, donde palabras y dibujos se agolpan buscando alcanzar la vista del transeúnte.

No se borran con más pintura, sino con la respuesta que a esos reclamos se dé. El resto es ficción.

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