Voces del padre

Cuando tenía 15 años había una serie que se llamaba Maverick. Eran dos hermanos, uno mayor y uno menor que compartían las andanzas por el Oeste y el amor por las mujeres y el póker. El menor de ellos, tenía una frase o muletilla para sacarse el pillo:”papá solía decir...” y lanzaba una frase algo así como la que recuerdo en una ocasión en que le invitaron a un matrimonio:

“Papá solía decir: hijo, no vayas nunca a las bodas, porque una de ellas puede ser la tuya”.

Me acordé de Maverick este fin de semana, en que han resonado, junto con truenos y relámpagos, en la noche del viernes, las múltiples voces del padre, de mi padre.

No eran aquellos decires que me acompañaron los últimos treinta años, los de su senectud y ocaso definitivo que eran de ternura, de mucha risa; de anecdotarios amables.

Volvieron voces más antiguas, las formadoras, las normativas. Las voces rigurosas del padre.

De ese ser tan olvidado en los días de hoy y sobre cuya ausencia se ha escrito mucho por sociólogos y sicólogos. Para nuestra generación, que vivió su infancia en los 50 y los primeros 60, este personaje, el padre, fue fundamental.

Al menos el mío lo fue.

-“Tú tienes, casa, ropa limpia, abrigo, alimentación y buen colegio; tienes la obligación de estudiar, para ser alguien, para ser más que tu padre”


-“Si no obtienes un título profesional no vas a ser nadie en la vida. El estudio es la herramienta para sobrevivir en esta sociedad donde el pez grande se come al más chico.”


-“Mi único legado cuando parta de este mundo será la educación, ese es mi compromiso contigo.”

De pronto mi memoria recoge, perdida, una escena. Fue cuando hube de pisar por primera vez en mi vida un juzgado. Un vecino malas pulgas denunció a los mocosos que habíamos trepado las rejas de su casa para robar fruta y fuimos a dar al Juzgado de Menores. Ante la indagatoria del juez a mi pequeña y asustada persona, para que denunciara a los demás responsables, él irrumpió:

-“Mi hijo, señor Juez, no va a contestar esa pregunta. El no es ni será nunca un soplón .No sería entonces mi hijo.”

Yo tenía exactamente 8 años.

-“A las damas siempre hay que respetarlas. Un caballero jamás involucra a una dama en algo incorrecto”


-“El manual de Carreño es, en el fondo un manual de convivencia y la buena convivencia es el primer deber de alguien que vive en sociedad.”

Estando yo en primer año de leyes y viendo que dedicaba gran parte del tiempo a la guitarra, al canturreo y las fiestas me dijo:

-“Mira, no te veo estudiando y si no estudias no vas a tener éxito. Te advierto que no te pagaré una repetición de año.” Yo a mi papá la creía.

Almorzando con él, habiendo yo alcanzado la adultez, recordábamos esos tiempos y abiertamente me decía que para él , ser padre era una responsabilidad vivida más allá del dinero para mantener el hogar, pagar las cuentas, incluido el colegio que insumía, creo yo, gran parte del presupuesto de un profesional de clase medio de entonces.

-“Sé que los castigué, ý a veces los traté con dureza. Ya en la esquina de la casa, cuando iba a tomar el micro hacia el trabajo, me sentía contrito. Pero creo firmemente en que los niños necesitan la autoridad del padre. Sabía que era su madre quien les regalaría la ternura. Los niños necesitan la autoridad del padre y la ternura de la madre”.

Mientras truenos y relámpagos animan el cielo santiaguino, y la lluvia repiquetea, tamborileando su cueca en el pavimento, como música de fondo están esas voces. Las de mi padre.

Ese hombre que no jugó a ser el más popular, metiéndose la mano al bolsillo a la primera, para nada. Pero amén de sus consejos y sus normas, no olvidaré tampoco los abrazos viriles, para el cumpleaños, que en esas circunstancias valían el triple, ni la navidad del 57 en que le prestó todo el crédito al Viejo Pascuero en mi gratitud por esa bicicleta soñada.

No era fácil ser padre por entonces. Tampoco, el niño que fui -pienso-, sintió por entonces que era fácil ser hijo de tal padre. Nada es fácil en la vida, me digo, recordando aquellos tiempos. Pasarían muchos años –cuando fui padre a mi vez- antes de reconocer el verdadero valor de esa preocupación sincera por mi futuro.

Se dejaba caer sistemáticamente a mis exámenes orales, cuando anochecía, después de la pega. Para extenderme su mano, al saber de mis labios que había pasado de curso. “Te has ganado las vacaciones” me decía complacido. Quizás felicitándose porque esa noticia le hacía saber que él también tendría derecho a esos quince días de veraneo en El Quisco.

Ese hombre no sólo jugó y se atrevió a poner límites, preparándome el camino a mi futuro, también me legó el amor imperecedero por los libros, por la cultura; por el trabajo bien hecho, por el honor, por el coraje, por la democracia, por la igualdad. Hasta herede de él su misma profesión.

Voces del padre que se fue, que se acaba de ir, cuyo espíritu nunca aflojó aun después de haber transpuesto los 90 años. Solo fue su cuerpo el que en el sueño quizás le cantó en susurro hace unos días: “Alberto… ya basta. Basta…es hora que descansemos”.

Y yo, junto a mis hermanos aunque lloramos su partida, le decimos, con voces distintas –distintas, como las de la lluvia, la del trueno, la de esos relámpagos que se dejaron oír la noche del día en que lo despedimos-: “Padre, es hora que descanses en paz…Y…gracias, gracias por todo”.

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