¿Y si el Presidente hubiese pedido perdón por el error de Descartes?

Una de las metáforas explicativas más recurrentes a lo largo de la carrera política de Sebastián Piñera ha sido aquella que trata acerca de “un par de manos con objetivos complementarios”. Seguro el lector recordará ejemplos como “la mano dura y la mano acogedora” para hablar de las políticas contra la delincuencia.

Las “metáforas recurrentes” o -dicho de otra manera- los “patrones metafóricos” para explicar, nos dan pistas para comprender–aunque de manera muy general- qué ocurre en ese lugar tan poco predecible para la ciudadanía como es la mente del gobernante.

Mi hipótesis “prima facie” es que estamos en presencia de un dualista a carta cabal. No en el sentido filosófico estricto (no quiero que los iniciados en el intríngulis filosófico sufran de un espasmo) sino que hablamos de un dualista de las prácticas.

Recuerde usted que a los católicos el dogma les impide el dualismo, no en vano Tomás de Aquino y el Obispo de Hipona se pelearon a muerte contra albigenses y maniqueos. Pero vea usted que hoy no se respeta ni a los padres de la iglesia.

En las prácticas homiléticas un cura aún no ha encontrado estrategias más persuasivas que dividir el mundo entre buenos y malos, santos y pecadores, oponer a Dios con el demonio, distinguir a la gracia de la naturaleza, a la materia del espíritu, distinguir con harto énfasis al hombre de la mujer, etc., entre otras tantas malas prácticas dualistas.

No obstante, frente a la irrupción de las iglesias evangélicas y sobre todo de George Lucas, hay que decirlo, un cura católico juega en desventaja.

Pero regresemos al punto. Desde los tiempos de René Descartes (1596-1650) se ha dado por supuesto que la razón está desprovista de toda emotividad (¡!) Esta cantinela la hemos repetido como loros hasta el día de hoy.

A esta (dado el estado del arte en neurociencias) tontería, Antonio Damasio la llamó “El error de Descartes” (ver el libro “El error de Descartes: la razón de las emociones”, 1999. Editorial Andrés Bello, 355 págs.).

De un ser humano serio –y el más serio entre todos es el/la gobernante- se suele valorar la sangre "fría" porque, aparentemente, la emoción -un producto de lo contrario-, nubla la prudencia y la razón.

En general, el cuerpo pervierte las ideas. Dicen los dualistas.

Un(a) gobernante serio(a) no está para sensiblerías, para escuchar a las multitudes ignorantes que se dejan llevar por sus impulsos –corporales por cierto- y por las contingencias, mundanas y pasajeras. Por ejemplo, por un grupo de adolescentes que pide gratuidad de estudios y que, asumido que aún dependen demasiado de sus cuerpos descompensados por las hormonas, no pueden pensar aún con la prudencia de personas adultas y serias.

Un hombre serio y las emociones son como el agua y el aceite. Un presidente, exigen los dualistas, debe ser como un cirujano frente a un cuerpo, abyecto, concentrado y competente como un controlador aéreo, escindido como un soldado frente a su víctima a punto de jalar el gatillo del fusil sin una gota de remordimiento.

Antonio Damasio hace 18 años (¡como ha pasado el tiempo!) nos invitaba a abandonar ese enorme error, cultivado hace tanto y tan difícil de erradicar aún hoy, entre personas inteligentes y bien intencionadas.

Algún tipo de dualismo está siempre a la base u operando como fundamento de lo que en sentido práctico podemos llamar escisión emocional, cultivada en todos los contextos en donde la emoción no debería primar por sobre las decisiones para no degradar su calidad (a juicio de los dualistas). Este impresentable argumento circular, en nuestro país, se ha heredado generacionalmente y es muy útil para fundamentar estrategias conservadoras.

Consideremos al respecto que la calidad de las decisiones estaría íntimamente relacionada a lo que un discurso teórico dualista parroquial –en este caso- ha definido como adecuado.

Antonio Damasio –como hemos dicho- propone que la idea de separar el cuerpo de la mente del célebre filósofo francés René Descartes (1596-1650) es un resonante error. La tesis vastamente conocida, incluso por gente sin conocimiento de filosofía, que “pensar es equivalente a ser”, sería falsa a la luz de evidencia empírica. Se trataría exactamente de lo contrario: somos (un cuerpo, un cerebro, una mente encarnada, una unidad biológica parte de un ecosistema), por lo tanto, pensamos.

Es interesante que el lector no familiarizado con estas sibilinas discusiones de filosofía sepa que aquella frase tan conocida del filósofo francés está ¡equivocada!

La relevancia de las emociones y los sentimientos en el razonamiento es un tema que se ha estudiado profusamente en los últimos años en teorías como la racionalidad limitada, la teoría prospectiva, por nombrar algunas. La construcción de juicios “racionales” está siempre expuesta (querámoslo o no) a los efectos de nuestras limitaciones cognitivas y a la actividad de nuestra vida emocional.

Tomar conciencia del rol de nuestras limitantes cognitivas, del sustrato emocional que gobierna nuestra decisiones “racionales”, nos permitirá aprovechar sus aspectos positivos, empatizar con el otro y sus problemas, detectar información sesgada en el entorno, disminuir la percepción del otro como potencialmente dañino o peligroso, hacer frente a la complejidad informacional circundante, a la incertidumbre cotidiana, disminuir la violencia en sus distintas manifestaciones, ser parte de tareas colaborativas y recibir afecto.

¿Y si el Presidente hubiese pedido perdón por el error de Descartes?

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