Juicio a la justicia

Recién llegando a la bella ciudad de Mendoza en Argentina me enteré que muy poco después, exactamente a las 10 de la mañana del lunes 17 de febrero, y tras una larga espera de años, se iniciaría en el Salón de Actos del Poder Judicial de la provincia, ubicado en pleno centro, un histórico proceso judicial sin precedentes en el hermano país y creo además entender que sin precedentes en aquellos países latinoamericanos que, como el nuestro, sufrieron terribles dictaduras militares impuestas por los sectores de derecha de esas naciones con el decidido apoyo del gobierno norteamericano de la época, como se ha probado fundadamente.

Porque se trata del desarrollo de lo que se ha denominado “megajuicio” por casos de secuestros, torturas, desaparecimientos o asesinatos de opositores a la dictadura ejecutados en la provincia y que afecta, en un proceso que reúne 15 causas y comprende más de 200 víctimas, a 40 criminales entre militares, policías, agentes de seguridad y de inteligencia de los aparatos armados.

A lo largo de 18 meses se indagará que sucedió realmente con estas víctimas del terrorismo de Estado que se impuso en esta nuestra América, con auxilio de las Fuerzas Armadas y en resguardo de los intereses económicos de grandes grupos y consorcios, nacionales y e internacionales.

Ahora bien, lo verdaderamente exclusivo y novedoso del Megajuicio de Mendoza es que se trata además de que serán juzgados y sentenciados cuatro ex magistrados argentinos, cuatro jueces de la provincia, cuatro juzgadores que no juzgaron como debían y lo serán por delitos de lesa humanidad. Es decir, se trata del procesamiento a los procesadores, del juicio contra los jueces que no cumplieron con el mandato que les imponía la ley.

Y allí están en este mismo instante, en calidad de detenidos mientras dure el juicio, Otilio Romano, Luis Miret, Guillermo Petra y Rolando Carrizo. El primero de ellos, Romano, ingresó a la sala esposado y mientras desde la calle se sentían los gritos de “¡Asesinos!” que les lanzaban los familiares de las víctimas.

Es el mismo Otilio Romano que permaneció 2 años oculto en Chile, donde bien sabemos que hay muchos que le protegieron, y al que, final y afortunadamente, la Corte Suprema decretó su extradición, producto del tesón de los familiares de las víctimas, de organizaciones de DDHH de Argentina, entre ellas el Comité Ecuménico de Mendoza, y el efectivo apoyo de los abogados chilenos que asumieron ese caso.

A cargo de esta gran tarea que tiene lugar en Mendoza, se encuentra el Tribunal Oral en lo Criminal Federal nº 1 que integran Alejandro Piña, que preside, y los magistrados Juan González, y Raúl Fourcade.

En esa primera audiencia del día 17 de febrero ellos expusieron un resumen general de lo que se trataba, explicaron la metodología a seguir, la programación de audiencias semanales, la individualización de cada uno de los imputados y se anunció que el lunes 24 se iniciaría la lectura de las acusaciones concretas en contra de cada encausado para dar paso en las audiencias siguientes a las pruebas, fundamentalmente testigos, y a las alegaciones de las partes, hasta concluir un año y medio más tarde en lo que serán las sentencias condenatorias.

Dicho de modo general, toda vez que no disponemos todavía de los autos acusatorios específicos puesto que cuando escribo no han sido dados a conocer, los cargos en contra de los ex jueces dicen relación con su complicidad con los crímenes de la dictadura, su ayuda al trabajo sucio de los uniformados ; es decir que están sentados en el banquillo de los acusados por no haber investigado los crímenes de lesa humanidad cometidos por la dictadura y que fueran sometidos a su conocimiento de conformidad a la ley.

Dicho lo cual se hace inevitable la reflexión respecto de lo sucedido en nuestro país, su comparación con el proceso en Mendoza, lo que dispone el Derecho Internacional y la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad.

Incluso la revisión de la propia jurisprudencia de nuestros tribunales, desde que en enero de 1998 se decidiera abrir procesos contra Pinochet y demás culpables del terrorismo de Estado y la constatación de que hasta antes de esa fecha el criterio general del Podel Judicial fue cerrar los ojos a la realidad.

Y esta comprobación de la similitud de situaciones impone deberes ineludibles y el ejercicio de derechos irrenunciables. Porque, como todos sabemos y lo ha reconocido hasta una Declaración más o menos reciente de la propia Corte Suprema de Chile, también en nuestro caso los tribunales – al menos durante muchos años – incumplieron el mandato legal de investigar las denuncias por los graves delitos masivos que perpetraban los agentes del Estado.

Fueron muchísimos miles los recursos de amparo presentados por familiares y abogados ya desde los primeros meses tras el golpe del 73. No fueron acogidos a trámite, o se desechaban con el simple informe de individuos como Sergio Fernández y otros que fungieron como ministros del interior y que negaban mentirosamente las detenciones, pero invariablemente sin investigar nada.

De haberlo hecho, pudieron salvarse muchas vidas. Años más tarde las excusas de los jueces era invocar instituciones jurídicas como “la cosa juzgada”, “la incompetencia” o, derechamente, que el caso estaba prescrito.

Es cierto, los escenarios y tiempos cambiaron en alguna medida con el fin de la dictadura. Por otra parte, la continuidad y masividad de la lucha de las organizaciones de derechos humanos facilitaron el camino a la querella que presentáramos acompañando a Gladys Marín el 98. Sin duda influyó además el proceso iniciado en 1996 en España.

Pero todo lo ocurrido no niega ni oculta en absoluto la pasividad culpable de los años en que, salvo escasos y heroicos jueces se atrevieron a desafiar a la dictadura, la inmensa mayoría no se movió de sus asientos.

Hasta no hace tantos años existía todavía un texto impreso al efecto que se conocía como el “formulario Gálvez” por ser creación del juez derechista Ricardo Gálvez y en el que para facilitar las cosas y no hacer perder tiempo a “sus señorías” simplemente se llenaba el formulario previamente impreso sin escuchar a nadie más y se decretaba el rechazo del respectivo recurso de amparo.

No cabe sorprenderse de nada si además se tiene en cuenta la colaboración prestada por la Corte Suprema de la época a los golpistas del 73 en nuestro país. No olvidemos que, extralimitándose absolutamente de sus funciones y atribuciones legales, la Suprema que presidía Enrique Urrutia Manzano declaró “ilegal” al gobierno constitucional del presidente Salvador Allende.

Este mismo individuo fue el que puso la banda presidencial al dictador. La propia Junta militar fascista a poco de constituirse fue al palacio de tribunales a obtener el expreso reconocimiento del poder judicial, y, en noviembre del 73, José María Eyzaguirre, ministro de la Corte Suprema, viaja a Europa integrando una delegación cuya misión era intentar el reconocimiento y legitimación de la dictadura. En fin, los ejemplos sobran.

Ya en plena dictadura el ministro Israel Bórquez decía que lo tenían “curco” con esto de los detenidos desaparecidos que él sabía bien que era una terrible verdad. Otros incluso bajaron a las mazmorras, vieron a los torturados y nada hicieron.Algunos de esos impresentables jueces de esos años y de tiempos más recientes están todavía vivos, no son pocos.

El ejemplo de Mendoza, el precedente que sientan respecto de situaciones exactamente iguales, ha de servirnos muchísimo sin duda en el campo de las organizaciones de derechos humanos para iniciar la revisión de casos en Chile y, comprobados, proceder en consecuencia.

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