Padre de la Patria

 

                                                             

La preservación de la Memoria histórica, elemento central de la justicia transicional, no solamente comprende la conmemoración a las víctimas de la represión, sino también el justo reconocimiento a quienes  se consagraron a la defensa de los derechos humanos, como lo fue el Cardenal Raúl Silva Henríquez. Por esta razón, felicitamos a los organizadores del acto en su recuerdo, en particular, al Museo de la Memoria, institución fundamental en el rescate del patrimonio inmaterial, que comprende la herencia viva de nuestros antepasados. 

Es justo comenzar recordando que lo mucho que Chile debe al Cardenal Silva Henríquez no solamente comprende su accionar bajo la dictadura de Pinochet, sino una serie de iniciativas anteriores en favor del pueblo chileno, como fueron ser inspirador, junto a Monseñor Manuel Larraín, de la Reforma Agraria, mediante actos proféticos de desprendimiento eclesiástico de predios agrícolas para constituir las primeras cooperativas campesinas; ser impulsor  del Instituto Católico de Migraciones (el INCAMI) para asistir a los inmigrantes de los años cincuenta; ser organizador de Cáritas Chile, de las aldeas para niños pobres, etc. 

Todo ello constituye al Cardenal en un auténtico Padre de la Patria. 

Es a este Padre de la Patria que, desde nuestra experiencia en el Comité de Cooperación para la Paz en Chile y en la Vicaría de la Solidaridad, rendimos justo tributo. 

El Cardenal fue un chileno valiente. Desde luego, en medio del odio, de las ejecuciones sumarias, de los campos de detenidos, de la estampida del exilio, haber convocado a las Iglesias para crear un Comité de Cooperación para la Paz en Chile, que necesariamente se enfrentaría a la dictadura socorriendo a los perseguidos, requería un enorme valor humano. 

Este coraje se manifestó también en hechos particulares, como fue su negativa, ante el propio Manuel Contreras Sepúlveda, a entregar a Jaime Zamora, que en mayo de 1975 se refugió en las dependencias del Comité Pro Paz, mientras estas eran rodeadas por agentes de la DINA. Lo que hizo, en cambio, el Cardenal fue exigir un examen médico que constató las torturas. Cuando vio el gráfico del cuerpo de Zamora con señas de los tormentos, sintió ganas de llorar e, indignado, decidió que jamás esa persona sería entregada a la dictadura.  

Pero, en esa época, nosotros no conocíamos tanto a don Raúl y, hay que decirlo, muchos no confiábamos totalmente en él. Por ello, cuando a fines de 1975 se anunció el cierre del Comité, en medio de la detención de compañeros como Marcos Duffau y José Zalaquet, a los que seguiría Hernán Montealegre, vivimos días de incertidumbre. 

No conocíamos al Cardenal. Pero muy pocos días después de ese episodio de incertidumbre, nos dimos cuenta de que, además de valiente, Silva Henríquez era un hombre inteligente y sagaz. Enfrentado a Pinochet, amenazado por el dictador de que el Comité Pro Paz sería clausurado por la fuerza, junto con  responderle que “la Iglesia no abandonaría su deber de cautelar los derechos humanos”, en magistral medida estratégica, creaba una Vicaría, que se denominaría de la Solidaridad, protegida por el Derecho Canónico.

Y nosotros, los muchachos desconfiados e inseguros, continuamos trabajando en esta Vicaría. ¡Qué manera providencial de seguir la sentencia del Evangelio que nos pide que seamos no solo “buenos como las palomas”, sino también “astutos como las serpientes”!.  (Mateo 10.16). 

Hoy agradecemos al Cardenal Silva la oportunidad que nos brindó de trabajar en la Vicaría de la Solidaridad. 

Sabemos lo que la Vicaría significó para las víctimas de la represión y para echar las bases de la Justicia Transicional ya en época de dictadura.

Y para muchos de nosotros el trabajo en Plaza de Armas 444 constituyó, además de motivo de orgullo, la más hermosa experiencia de nuestras vidas, que nos marcó para siempre y nos consagró, hasta hoy, a la defensa y promoción de los derechos humanos.

La Vicaría fue, además, para nosotros, trabajadoras y trabajadores de DDHH, una experiencia de tarea comunitaria limpia, desinteresada, sin luchas por pequeños poderes individuales o grupales, y alejada de todo oportunismo o ambición de riqueza material; en fin, una experiencia de Iglesia, pastoral, pura, prístina, fundada en el Evangelio, con laicos en la primera fila.

Gracias, querido Cardenal, por habernos dado esta oportunidad.   

Con el tiempo, fuimos conociendo además a un varón auténtico, que creía y sentía en el fondo de su alma lo que decía con su vibrante oratoria.

En las homilías del Cardenal los días 1°de mayo de esos años, vibraba su amor emocionado por los trabajadores y trabajadoras de Chile, por lo pobres y los excluidos. Y en sus visitas a la Vicaría, salpicadas de humor, se dirigía a nosotros con mucha confianza y nos sentíamos respaldados y alentados a perseverar en la defensa de los derechos humanos.  

Regreso al comienzo de estas palabras, porque lo que resume toda esta semblanza es el descubrimiento de Raúl Silva Henríquez como un padre de la Patria. Esa Patria chilena que, como él mismo lo expresara, no eran tanto sus montañas o su mar, ni sus leyes o sus banderas, sino las personas de ayer de hoy y de siempre,  especialmente los humillados, los desposeídos. 

Su amor por Chile, esa Caridad que urgía en su lema episcopal, era amor al pueblo. Por eso nosotros, trabajadores del Comité Pro Paz y de la Vicaría de la Solidaridad, nos uníamos siempre a la gente  cuando le decía y le sigue diciendo, “Raúl, amigo, el Pueblo está contigo”.  

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