Vejentud, divino tesoro

Luis Barrera Linares
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Me contaba mi sarcástica tía Eloína haber quedado en "estado gaseoso irresoluto" el día que un ginecólogo emergente le informó que debería comenzar a reducir la actividad sexual, debido a que ya estaba llegando a los 60 y, según el vademécum de aquel joven recién graduado, era esa la edad en que se iniciaba su ingreso a la etapa vital denominada ancianidad. Casi como si fuera el fin de la existencia.

Lo de la tercera o cuarta edad se ha convertido en un tópico propio de este tiempo en que las redes sociales y los medios de comunicación catalogan como adulto/a mayor a cualquier persona a la que suponen pasadita de las seis décadas o cerca de ese límite en el cual entramos a veces sin darnos cuenta, pero con el orgullo de alguna experiencia acumulada y con el difuso dilema de si realmente se saben más cosas de las que uno alguna vez supuso. Más por viejos que por diablos, eso sí.

Abunda en este tiempo el léxico para dirigirse o referir a dichas personas, a veces con cierto dejo lastimero que, por muy compasivo que parezca, pudiera resultar ofensivo en determinados casos.

A propósito de la pandemia, ha sido rutina en estos días leer o escuchar por televisión a relevantes hablantes públicos, damas y caballeros de varios países hispanoamericanos, cuya principal queja es que dejen ya de tildarlos de abuelitos (en masculino genérico). Justamente, cuando alguien la trataba de ese modo, mi parienta solía tener una de sus rutinarias salidas humorísticas y, jugando con la palabra, respondía "¡más abuelita será tu abuela!". De parte de fuentes gubernamentales es frecuente escuchar ese diminutivo al que, según algunas de las declarantes, solo tienen estricto derecho los nietos y nietas. Y nosotros suscribimos tal creencia, sin aviso y sin protesto.

Nadie más debería tocar ese hermoso e irrepetible umbral en que la abuelitud se convierte en un templo al que solo tienen acceso unos cuantos elegidos: la descendencia de nuestros hijos y, a veces, los sobrinos-nietos. Los panameños suelen utilizar una fascinante y muy descriptiva palabra para reflejar el sentimiento cómplice y amoroso de los abuelos regalones hacia la "nietada": abuelazón.

El proceso para alcanzar el grado máximo relacionado con esa etapa de la vida atraviesa varias fases por las que vamos deambulando, a veces de modo imperceptible. Hay pistas comunicacionales que nos indican cuán cerca estamos de la meta. Por ejemplo, debemos sospechar de ello cuando algún contertulio o desconocido pasa del tratamiento de caballero o amigo al de señor o don, para desembocar finalmente en el de maestro (o sus respectivos equivalentes femeninos, con el agregado de que ellas no siempre quedan conformes cuando las "diminutivizan" (mediante el vocativo doñita).

Del lado de quienes asumen que jamás llegarán a las canas y los achaques o que creen haber "nacido para semilla", se escuchan voces ora degradantes ora cariñosas (según la intención y el tono), cada vez que se alude a alguien a quien se considera dentro del rango: vejentud, vejuco/a, vejestorio/a, vejamen, vegetal. Un entrañable amigo nos comentaba alguna vez que no le molestaba tanto que, al momento de alguna ofensa o irrespeto, le dijeran viejo, sino viejo pendejo, viejo decrépito o, su equivalente venezolano, viejo pajúo.

Hay mucha variedad semántica en esto de cuándo realmente se es anciano o persona de juventud prolongada. Por ejemplo, los mexicanos suelen hablar muy positivamente de viejas para referirse a las mujeres, independientemente de su edad. En algunos de nuestros países se habla de viejos verdes, aludiendo a caballeros entraditos en años que, con los riesgos cardíacos implícitos, buscan absorber juventud "juntándose" con damas a las que les triplican los años. En otros lugares los llaman viejos rabo verde, viejos verdolaga o sencillamente verdolaga.

Viejo/a, y su variante viejita/o, suelen ser incluso tratamientos comunes hacia personas a las que amamos o apreciamos.

Precisamente, quienes ya estamos en la sexalescencia hemos sido actores de primera línea en estos confusos, deprimentes e inciertos tiempos "pandemiados" en que algunos integrantes de la "segunda edad" se han sentido invulnerables y confiados ante el acecho del coronavirus, desconociendo que también podría afectarlos severamente, como al parecer ha comenzado a ocurrir. De allí ha salido, precisamente, la proliferación actual del vocabulario (degradante o enaltecedor) para referirse a los más longevos y convertirlos en tema infaltable en diversas conversaciones o noticias.

"Viejo, mi querido, viejo" dice una vetusta canción popularizada por el cantante ítaloargentino Piero. Según reza un dicho popular, "loro viejo no aprende a hablar", aunque ya sabemos de su falsedad. Caballo viejo es una popular canción, del compositor latinoamericano Simón Díaz, que se ha convertido en himno de muchos ochentones que siguen sintiéndose "caballeros jóvenes". "Después de viejo, viruela", se escuchaba en mi adolescencia, cada vez que algún adulto demostraba conductas propias de la infancia. "No hay que desechar lo viejo por lo mozo, ni lo cierto por lo dudoso", dice un antiguo refrán. Como "la vieja de Castellano", solíamos referirnos a una de nuestras más queridas profesoras de bachillerato, aun cuando apenas superaba los veinte años. Imposible olvidar al viejito pascuero, viejo de la bolsa o viejo del saco, como se conoce en algunos países a Santa Claus.

Llega el momento de cerrar este recuento, antes de que me vuelva más añejo intentando reflexionar sobre el asunto. Para ello, nada mejor que hacerlo con el homenaje que al poeta nicaragüense Rubén Darío solía hacer un versificador y personaje de una de mis narraciones, consciente de que, por lo menos hasta ese momento, la eterna juventud era solo parte de algunas obras de ficción:

Vejentud divino tesoro
Llegaste para no volver
Si cuando viejo me duele todo
Vejamen tendrá que ser.

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