Derechos sociales y mercado

Pedro Rodríguez Carrasco
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Vivimos una crisis de pertenencia social. No es sólo el individualismo posmoderno, ni el ensimismamiento en pantallas electrónicas. Es, en la conversación política, la reticencia a traducir en derechos, correlatos al deber ciudadano en aportar para constituir aquello a lo que pertenecemos.

¿Qué es la pertenencia social? Es la representación personal desarrollada en el imaginario al saberse partícipe o incluido en una sociedad, que se hace concreta en un idioma, un RUT, vínculos significativos, escolaridad, trabajo y bien común.

Más radical, los humanos pertenecemos en el lenguaje. Llegamos al lenguaje gracias a alguien que nos habla en un idioma concreto. Con el lenguaje significamos y simbolizamos, decidimos y actuamos, de tal modo que generamos un mundo común, tuyo, mío y nuestro. Pero el lenguaje se complejiza, se especializa, se hace política, ciencia y tecnología, de tal modo que para entrar a ese mundo común -desde bebé- hay que introducirse en ese lenguaje, en su complejidad y profundidad. A esto le llamamos "educación" y, por lo recién dicho, ésta es entendida como un "derecho" ciudadano. Sí, "derecho" porque la pertenencia implica tanto al sujeto como a la sociedad. Sin embargo, en nuestro país hasta hace poco, de facto y por casi 40 años, ha sido un bien de consumo, con prestadores y clientes.

Es indudable que sin esta entrada en el lenguaje la persona queda anulada respecto del hacer común, social y público. No es interlocutor válido. En esto se juega la "pertenencia social".

Quedar fuera del lenguaje, generador del mundo en el que estamos, se llama "exclusión de derechos". Parece tan obvio al verlo escrito, sin embargo no lo es tanto a la hora de llevar este derecho al mundo de los negocios y poner límites a estos en función de garantizar al ciudadano su plena pertenencia, sobre todo cuando el valor en juego como absoluto para los negocios es el crecimiento económico que beneficia y retroalimenta los derechos adquiridos, por sobre los derechos del ciudadano común.

Un ejercicio semejante podemos hacer en otras áreas de la "vida común", la salud, la participación política, la libertad de pensamiento, los desplazamientos, el reconocimiento a la propia identidad, en fin. Expertos pueden debatir lo jurídico y su operacionalización. Pero antes que definir leyes, necesitamos pensar críticamente esta pertenencia social.

En el momento que la sociedad define leyes ya tenemos un problema de desigualdad en las condiciones de partida, que están dadas por las condiciones de desigualdad históricas. Esto hace muy complejo hablar en serio de derechos, cuando estos están suspendidos para gran parte de la población y están acaparados de modo monopólico por una pequeña élite.

¿A quiénes no les conviene hablar de derechos sociales y luego traducirlos en ley? Esta pregunta contiene el vector que empuja el relato hegemónico que hace sostenible la desigualdad, aparejada a la duda respecto de si existen o no los derechos sociales. Al Papa Francisco se le dijo en la cárcel de mujeres: "en Chile se encarcela la pobreza", pues efectivamente los delitos de cuello y corbata, aún si son millonarios, no tienen consecuencias significativas en cárcel u otras penas.

Al pensar lo social, el habitar común en términos de co-pertenencia, por tanto de corresponsabilidad en el resguardo al común acceso a los bienes elementales de esta pertenencia, nos encontramos con quienes piensan la pertenencia de modo más restringido. Parten desde los "derechos adquiridos" que establecen una diferencia, que discriminan defendiendo la pertenencia de aquellos favorecidos por el monopolio de bienes y poder, en condiciones de superioridad ante los "supuestos" derechos sociales de ciudadanos.

Este monopolio se muestra cotidianamente en cosas materiales, en territorio, en capital y en el orden simbólico -el 1% concentra el 33% de los ingresos- pero donde se muestra brutal es en el manejo del discurso y de la ley. En lo concreto, quienes monopolizan discriminan cuando defienden su libertad para el ejercicio de sus negocios, a costa de mantener cautivos al resto -la mayoría- no como ciudadanos, sino como clientes.

Eso son las AFP, un buen negocio con clientes cautivos por ley, pero malas pensiones para los ciudadanos. Así lo planificó políticamente esa élite que, desde una hegemonía del discurso, impuso su ley en el Estado. Esta hegemonía se opone y se opondrá a leyes que defiendan a los ciudadanos -para ellos "consumidores"- pues limitaría la libertad de esos "derechos adquiridos". Así también con la educación, en la medida que se limitó por ley al Estado en su rol de proveerla y garantizarla a las nuevas generaciones y se la entregó a la ley del mercado. La discriminación educacional opera precisamente en lo económico, barrera para acceder a la calidad al establecer una graduación a partir de la capacidad de pago.

No todos acceden al mismo lenguaje, a las mismas complejidades y profundidades, lo cual retroalimenta el sistema de discriminación, pues con el lenguaje pertenecemos, sin el lenguaje la pertenencia se difumina y naturaliza la desigualdad.

Si los "derechos sociales" ganan terreno se democratiza la convivencia social y la pertenencia devela la dignidad del individuo. Lo contrario, su negación, prolonga condiciones de esclavitud y la pertenencia sofoca al ciudadano con obligaciones hacia una elite dueña de todo. Si algunos son dueños de todo, la pertenencia social se vuelve desafección de lo público, de lo común y el consumo se instala con la ilusión de otra pertenencia, una virtual y líquida. Lo penoso de la desafección es que puede terminar en violencia social.

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