¿Por qué somos tan malos para reaccionar ante un desastre?

A las 03:33 del 27 de febrero de 2010 todo transcurría en forma normal. Algunos dormíamos, los más jóvenes aprovechaban el último fin de semana de vacaciones y algunas autoridades civiles y militares cumplían, con cierto tedio, otro turno de noche. Un minuto después, la historia de Chile cambió de golpe. El segundo mayor desastre natural de nuestro país comenzaba a instalarse en la historia.

De acuerdo a una investigación de CIPER, esa madrugada los marinos del SHOA ignoraron la advertencia que les hiciera llegar una oceanógrafa experta que insistía en que había una mala interpretación de los datos disponibles y que la costa chilena estaba por recibir olas de gran poder destructivo.

Una hora después del terremoto, el SHOA recibió similar advertencia desde Hawaii, por el Pacific Tsunami Warning Center. Aun no se tomaba una decisión de qué hacer. Luego hubo una confusa comunicación telefónica entre marinos y personal civil de la ONEMI cuyo resultado fue que se desestimó un posible tsunami.

Paralelamente, el jefe de la ONEMI Bío-Bío informó a su sede central de la inminencia de tsunami, pero esta advertencia tampoco fue tomada en cuenta. Los resultados son por todos conocidos.

Más allá de las responsabilidades legales en esta desgraciada confusión, ¿cuánto hay de pura negligencia y cuánto de condición natural del ser humano a errar bajo estas condiciones extremas?

En febrero de este año se publicó el libro “La Paradoja de la Avestruz” por dos profesores de la Universidad de Wharton en EEUU. En el se plantea la tesis de que estamos destinados a fallar al tomar decisiones en situaciones de baja probabilidad y alta consecuencia (como un tsunami por ejemplo). Esta condición radica en lo que algunos sicólogos llaman los sistemas cognitivos 1 y 2 de la toma de decisiones.

El Sistema 1 sería el más enraizado en nuestro instinto milenario, que actúa al instante para salvar nuestra vida; por ejemplo alejarse de un perro que nos gruñe.

El Sistema 2 sin embargo, sería aquel que nos previene de la influencia de las emociones e instintos en nuestra toma de decisiones; por ejemplo, es el que actúa cuando decidimos si caminar bajo la lluvia o esperar hasta que baje su intensidad.

Esta dupla cognitiva ha funcionado muy bien para la gran mayoría de las decisiones que tomamos diariamente, y ha sido exitoso durante miles de años, por ende no se avizora evolución genética en este ámbito. Esto funciona así porque hay muy pocas ocasiones en la vida de una persona en que ésta tenga que tomar decisiones ante eventos de baja probabilidad y alta consecuencia.

Pero si tenemos la mala fortuna de enfrentar un evento desastroso, nuestro cerebro no encontrará experiencias previas en su mochila genética que le ayuden a tomar la decisión correcta.

Lo que seguramente haremos será entregar rápidamente el mando al Sistema 1, que sin entrenamiento histórico en el cual apoyarse, tomará probablemente una mala decisión. Cabe mencionar aquí, que esto nada tiene que ver con la capacidad analítica o intelectual del individuo, sino más bien con una reacción que se fraguó en nuestra especie hace miles de años y estamos condenados a repetirla.

Pero, ¿significa esto que estamos condenados a tomar malas decisiones ante los desastres? y ¿qué impacto tiene esto sobre las políticas públicas?

La respuesta a la primera pregunta es simple: no necesariamente, pero si confiamos en que las personas actúen ante a un desastre de la misma forma en que lo hacen durante simulacros o entrenamientos, enfrentaremos un triste desenlace. La segunda pregunta es más complicada pues alude al “qué debiéramos hacer” que es siempre difícil bajo incertidumbre.

Una opción es intentar agotar todas las posibilidades de preparación previa a un evento desastroso, a través de un exhaustivo examen de las condiciones objetivas de los posibles eventos. Esta es la mirada clásica en prevención de desastres, en que se invierte muchos recursos en la componente técnica-objetiva de los desastres y su efectos, pero no se hace cargo de esta enorme limitación cognitiva de los seres humanos.

Por ejemplo, como reacción a la falta de preparación y coordinación evidenciada luego del 27F, Chile encomendó a su Consejo Nacional de Innovación para el Desarrollo, la creación de un completo informe (Hacia un Chile Resiliente Frente a Desastres: Una Oportunidad), que da cuenta de la mayoría de los aspectos técnicos e ingenieriles relacionados con los desastres naturales.  

Sin embargo, el problema se aborda desde la perspectiva de nuestro Sistema 2, es decir, esperando una respuesta racional y ponderada de los afectados por un evento. Este comportamiento obediente y racional no va a ocurrir; lo más probable es que las personas reaccionen instintivamente (Sistema 1) y sigan impulsivamente a otras personas confundidas, agravando así los potenciales riesgos.

Para una correcta política pública, los informes como el del CNID son indispensables, pero no suficientes. La receta universal parece ser que los planes de preparación ante desastres incluyan el supuesto de comportamiento no racional en todos sus diseños.

Un simple ejemplo son las llamadas barras anti-pánico de puertas para recintos públicos. Esto nace del supuesto de que ante una emergencia las personas tenderán a empujar la puerta en lugar de girar una manilla.  En definitiva, es posible aprovechar esta limitación cognitiva a nuestro favor. Sabemos que el Sistema 1 tomará las decisiones llegado el momento de la emergencia y sabemos cómo actúa este sistema. De ahí viene el título de “La Paradoja de la Avestruz”,  ya que esta ave conoce su limitación de no poder volar, por lo que desarrolló una especial habilidad para correr velozmente. La receta entonces es comportarnos más como avestruces y menos como robots.

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