Donald Trump y el discurso de la violencia

La triunfal campaña de Donald Trump es como para erizarle los pelos a cualquier analista que tenga bien asentados en la cabeza los principios de la libertad y la democracia. Frente a su discurso ya no vale ningún argumento tranquilizador, aun cuando el propósito, como en el caso de Zizek, sea demostrar que su extremismo es lo que mejor podría desencadenar en su contra las fuerzas opuestas del progresismo mundial.

En realidad, afirmar que lo mejor es lo peor tiene cara de ser una suerte de trasnochado hegelianismo cuya base no es otra que el renovado optimismo histórico que ha sido suficientemente ridiculizado en el mundo de la filosofía desde los tiempos de Voltaire (Candide).

Lo peor es lo peor, y punto. Lo demás son elucubraciones esperanzadoras que ante la seriedad de la situación en que nos pone Trump no vienen al caso.

Un hecho significativo es el llamado de las organizaciones ligadas de Carolina del Norte, conocida como “Leales Caballeros Blancos del KKK” a celebrar la victoria de Donald Trump. Antes, el líder estadounidense del KKK David Duke ya había llamado a votar por Trump. A pesar de que el político estadounidense intentó desmarcarse de estos apoyos, lo importante es que ellos demuestran que su discurso es -en muchos aspectos- coincidente con el neonazismo y, en una mirada histórica, con el nazismo propiamente tal. Es lo que muchos analistas ya han señalado, y es que existe efectivamente una similitud entre los propósitos y procedimientos de Hitler y los del político recientemente electo.

En primer lugar, la relativización y negación del discurso de la verdad, que es la palabra que une a los hombres, y genera entre ellos un terreno común que es la base de toda convivencia civilizada. 

Cuando se destruye el discurso de la verdad, haciéndolo valer lo mismo que el de la apariencia, cuando todo se transforma en una cuestión de forma y de procedimiento con el objeto de reforzar el poder de convencimiento, independientemente de que lo que se diga sea verdad o mentira, cuando todo viene a presentarse como un problema de publicidad y no de ideas o principios, entonces es que se ha llegado al máximo grado de distanciamiento entre los seres humanos.

El lenguaje, el descubrimiento más importante y decisivo de la humanidad se transforma en un mero instrumento de poder haciéndose valer únicamente la voluntad del que ejecuta la maniobra porque cuenta con los medios para instalar el engaño en las cabezas de los ingenuos. Lo que conlleva la transformación del pueblo en una masa acrítica, ignorante y seguidista, que renuncia a pensar por sí misma y que repite borreguilmente lo que el líder se encarga de informarle. Esto es lo que comenzó a suceder en Alemania a comienzos de los treinta y también lo que aparentemente está hoy día ocurriendo en el país del norte.

Parece extraño que en pleno siglo XXI un candidato en el país más poderoso del planeta haga su campaña sobre la base de mentiras; sin embargo esta situación ya se ha vivido históricamente y en medio del mismo estupor de los medios intelectuales. La instrumentalización de los seres humanos y la destrucción del discurso de la verdad es un acto de violencia que preludia otros peores que probablemente surgirán en el futuro próximo si Trump concreta sus promesas de campaña.

En segundo lugar, la exclusión del otro, sea por el desconocimiento de su existencia, sea por la desvalorización de sus modos de vida, sea por la afirmación ciega de lo propio y la consideración de esto propio como único válido. A estos tres aspectos corresponde el discurso chovinista, nacionalista, xenófobo y racista de Hitler que ahora se repite en Trump casi con las mismas características. 

Según este discurso, la culpa de los males que se viven en el país proviene de la presencia del otro, del inmigrante, del musulmán, del mexicano. Es este el cáncer que debe extirparse para que el cuerpo sano del estadounidense puro recupere su vigor. Es la política de la inmunidad frente a la parte impura que hay que aislar y expulsar.

Este tipo de afirmación ciega de lo propio y de desprecio del otro es la negación de la universalidad humana que la historia ha ido asentando en el mundo con tanta dificultad. Desde que aparece el pensamiento en la historia humana, su rasgo más importante es precisamente la universalidad, el poder hacer afirmaciones que sean válidas para todos los seres humanos.

El arte, la filosofía y la ciencia son precisamente los logros en los que se pone de manifiesto esta universalidad. El nacionalismo y la xenofobia son lacras anti humanistas que corroen estos avances y que presagian tiempos de violencia cuando no pueden ser debidamente neutralizados. Lo terrible de estas tendencias es que cuando comienzan a llevar a cabo su labor destructiva es muy difícil detenerlas.

En tercer lugar, la desconfianza manifiesta en la democracia y sus procedimientos y el comienzo de una acción por otras vías. En la Alemania de Hitler bastó instaurar en el país el estado de excepción para iniciar un proceso que en poco tiempo terminó con la democracia. Fue el incendio de Reichstag lo que le dio a Hitler el pretexto para dictar el Decreto del Presidente del Reich para la Protección del pueblo y del Estado (Verordnung des Reichspräsidenten zum Schutz von Volk und Staat) el 28 de febrero de 1933. Nunca más fue derogado y es lo que le permitió a Hitler gobernar como dictador hasta el final de la guerra.

Los que hoy afirman que el peligro de Trump no es tan grave porque en la democracia estadounidense existen instituciones democráticas que van a permitir equilibrar su poder como Presidente, han olvidado que en Alemania bastó con organizar un incendio y promulgar un decreto para que todos los resguardos institucionales se vinieran abajo.

Trump no es un demócrata, quedó demostrado en el momento en que públicamente afirmó que no estaba seguro de reconocer los resultados de la elección si no le eran favorables. Su idea de base es que puede echarse a andar cualquier tipo de procedimiento en caso de que se alcen obstáculos a su paso. Él se siente por encima de la Constitución y de los poderes democráticos. No cabe duda de eso. Por lo tanto, cualquier cosa puede esperarse en el futuro si las cosas no le salen bien por las buenas. Como Hitler, el no excluye las malas artes en caso de que las necesite.

Y si la democracia está en peligro en el país que se sentía garante de ella no sólo internamente sino en el mundo entero, entonces estamos en un escenario muy preocupante. La democracia es el antídoto contra la violencia, cuando ella se acaba, se reaviva la lucha de todos contra todos y se termina el terreno común en el que pueden surgir los acuerdos entre las naciones y dentro de las naciones.

El mundo de Trump no será el mejor de los mundos, soplan vientos oscuros. Que vendrá algo malo no cabe duda, lo que no sabemos todavía es la magnitud del desastre.

Nota: El autor (filósofo) participará como conferencista del Seminario “Comunidad y Violencia” organizado por ECOS-CONICYT y la Embajada de Francia, el miércoles 16 de noviembre, a las 13 hrs., en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la U.CH.

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