La OEA y la crisis venezolana: Luis Almagro en su laberinto

Los hechos bochornosos del pasado 3 de abril, cuando un grupo de países auto-convocó al Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos (OEA) sin la autorización de la Presidencia de ese organismo, a cargo del representante de Bolivia, Diego Pary, fueron sin duda uno de los puntos más polémicos de la gestión de la Secretaría General de Luis Almagro desde que asumió el cargo en mayo de 2015.

Ese lunes 3 de abril de este 2017, ante la negativa de Bolivia de convocar a una reunión que buscaba condenar al gobierno de Venezuela y avanzar en la suspensión del país de la OEA, varios representantes de gobiernos de derecha que se oponen a la gestión de Nicolás Maduro eligieron unilateralmente y sin ninguna atribución formal al representante de Honduras, Leonidas Rosa, como presidente del Consejo Permanente, Presidencia que se extendería solo por los minutos en que intentarían pasar una resolución contra el Ejecutivo venezolano.

Varios países denunciaron en el foro la irregularidad flagrante en que se estaba incurriendo.Tras toda la confusión de una reunión caótica y que rompió con toda la normativa interna (quiebre apoyado por el propio secretario general Luis Almagro que estaba sentado en la mesa de la Presidencia de facto de Honduras), se procedió a aprobar una resolución “por consenso”, en circunstancias en que no habían votos suficientes. En rigor, tras 4 abstenciones, los proponentes de la resolución contaban con solo 17 votos, por debajo de los 18 mínimos para aprobar cualquier resolución según los estatutos. Y con solo 21 países de los 34 países en sala.

Este lamentable episodio, que no tiene antecedentes en la historia del organismo, ejemplifica de forma cercana el compromiso personal que Luis Almagro ha adquirido públicamente y sin tapujos en contra del gobierno de Venezuela, aludiendo a la crisis económica y política en ese país. El secretario general ha desarrollado en el último año también una expresión narrativa extremadamente ofensiva y cruda en conceptos, contra el gobierno de Venezuela y contra su presidente Nicolás Maduro, que rompe toda la pulcritud diplomática de la que ha gozado la Secretaría de la OEA por décadas, por más grave que sea la situación en ese país.

Es realmente sorprendente escuchar en vivo a Almagro, un funcionario no elegido por voto popular, expresarse en términos tan durísimos, oralmente y por escrito, contra un gobierno elegido democráticamente por un país, y miembro pleno del organismo que lo seleccionó para el puesto.

La OEA se “debe” a los gobiernos

Siempre los secretarios generales de la OEA han experimentado una posición de vulnerabilidad frente a los países que se sienten afectados por sus propias oposiciones internas, por otros países, o por las presiones internas de sus aliados de gobierno.

Ya lo sabe el ex secretario general José Miguel Insulza, que fue criticado tanto por EEUU por descartar el envío de comisiones a Venezuela si no las autorizaba el propio gobierno (respetando el estatuto de la propia OEA), como por el ex presidente Chávez que lo catalogaba como “títere” de la potencia del norte.

En ese sentido, Luis Almagro está en un laberinto complejísimo de navegar. Se ha enfrentado a una realidad concreta, tan antigua como la OEA: el organismo se debe y le responde a los gobiernos, no al resto de las instituciones de los países o a la sociedad civil. Como lo decía el propio Insulza, “hay una cosa que no va cambiar: este es un organismo integrado por 34 estados, no es un poder supranacional. Yo no soy el presidente de la OEA, ni el presidente de las Américas. Yo soy el secretario general que cumple las resoluciones del Consejo Permanente, y eso nadie lo va a cambiar”.

Ese mismo concepto ha emergido como una crítica en ciertos momentos de la historia, cuando los grupos al margen de los gobiernos han luchado por una respuesta de la OEA ante crisis internas, o ante los homicidios masivos, torturas y desapariciones provocadas por las dictaduras del continente.

En casi todos los retos de violación a los derechos humanos, gravísimos, que han afectado al continente, o a los quiebres democráticos, la OEA ha fallado. Organismos colaterales como la CIDH han logrado suplir parte de esta carencia, pero la OEA no fue capaz de procesar positivamente a la corriente reformista que se abrió en el continente tras el año 2000, con la elección de Chávez, el término del reinado de PRI y luego del surgimiento de los nuevos liderazgos de grupos no tradicionales (los Correa, los Morales, los Lula, los Lugo, etc.).

Ese proceso de incapacidad se evidenció sin duda en el surgimiento de organismos multilaterales que le han quitado espacio de influencia política a la OEA y a EEUU. Almagro está claramente involucrado en ese proceso de reconstrucción. Pero pese a todos los intentos de lograr los votos del Consejo Permanente, el lanzamiento de informes pro-oposición que ha presentado contra el gobierno de Venezuela, su coordinación cercana con los dirigentes opositores de derecha, las múltiples conferencias de prensa y encuentros que ha organizado al amparo del Salón de las Américas, Almagro aún no logra avanzar a la velocidad que sin duda desea.

El rompimiento de la institucionalidad de la OEA el 3 de abril demuestra esa impaciencia. El propio Almagro creó su propio laberinto cuando, lejos de imitar los buenos oficios del Vaticano y otros países latinoamericanos para mediar entre el Gobierno de Venezuela y la oposición, declaró las negociaciones, de las que no forma parte, como “terminadas” y comenzó una retórica de ultimátum contra el gobierno del Presidente Maduro, cayendo en la situación inédita de “exigir” a un gobierno soberano convocar a elecciones en un plazo fijado arbitrariamente (!).

Basta imaginarse una situación tan inverosímil como esa: que ante la seguidilla de escándalos del gobierno de Trump, sus medidas anti-democráticas contra los inmigrantes (paradas por las Cortes) o los bombardeos a Siria o Afganistán, Luis Almagro organice una conferencia de prensa para demandar a Trump que convoque a elecciones en 30 días…

La OEA y su Secretario General, debieran, según el espíritu claro y formal de la Carta Interamericana, ser un factor constructivo en la crisis venezolana. El mínimo análisis de conflicto de la situación en ese país demuestra claramente que no habrá resultados positivos alimentando el capital político internacional de una oposición que está dispuesta a todo, incluido caer en prácticas antidemocráticas, contra un gobierno, el de Maduro, que vive su propia realidad en permanente lucha contra esos partidos y una clase social que perdió el poder político, económico y social de la mano del chavismo.

No hay duda que el gobierno de Venezuela es responsable en parte de la debacle económica del país, exacerbada con una política cambiaria desastrosa, un mercado negro incontrolable y el boicot económico y de productos básicos de los grupos opositores que aún mantienen focos de riqueza e influencia importantes.

En resumidas cuentas, la oposición venezolana nunca ha aceptado, desde ese año 1999 en que ganó el ex militar moreno Hugo Chávez, la legitimidad del gobierno de la Revolución Bolivariana.

Y el chavismo, tras el golpe fallido de 2002, nunca ha vuelto a confiar en una oposición que percibe como desleal y conectada con los intereses de EEUU. En esta polarización crítica, la labor de la OEA debiera ser, aprovechando la influencia que tiene en la oposición, de obligarla a sentarse a la mesa de negociación que han ofrecido tanto el gobierno de Maduro como el Vaticano y otras autoridades del continente. Almagro le hace un pobre favor a un proceso de restauración de convivencia llamándolo “terminado” si ni siquiera es parte de el.

Almagro se está jugando el todo por el todo, pues sin duda tiene y siente el apoyo de Estados Unidos y Canadá, los dos países que quedaron fuera de la representación continental de UNASUR y la CELAC. Está estirando al máximo las atribuciones tradicionales de su cargo, y la dignidad de lenguaje de la Secretaría General, para representar a un grupo de la sociedad civil (en este caso, la oposición venezolana). Se escucha en los pasillos de la OEA que muchos países, entre ellos los caribeños, que quizás son pequeños pero que tienen un voto valiosísimo, no están contentos con la forma en que se está desenvolviendo Almagro. No lo dirán nunca en público, pues muchos de ellos dependen de la cooperación internacional de Canadá y EEUU, pero ahí están los resultados magros de la votación del 3 de abril que frustró a Almagro.

Pero el problema es que, en el ejercicio de un cargo que no representa la “Presidencia de las Américas”, citando a Insulza, Almagro se ha mostrado crónicamente parcial, estrecho en su accionar y selectivo en su campaña. Toda la agenda de ataque de Almagro y toda su energía política está centrada única y exclusivamente en Venezuela. Se ha transformado, no hay duda, en un portavoz de la oposición venezolana, en contra del propio Ejecutivo de Maduro que da vida a su cargo continental, junto al resto de los 33 países de la OEA. Gesto encomiable, sin duda, considerando que otros grupos continentales al margen de los gobiernos (los indígenas, las mujeres, los partidos políticos, los Congresos, los poderes judiciales y un largo etcétera) no tienen representación formal ni voto en la OEA.

¿Cuál es la falla de origen de la campaña política de Almagro? La misma que junto con darle fuerza, le quita legitimidad, pues la cantidad de grupos que enfrentan una situación dramática en el continente no cuentan ni cerca con los mismos buenos oficios del uruguayo. Cuando 43 jóvenes mexicanos desaparecieron de la faz de la tierra en Ayotzinapa, con claras pruebas de la intervención de fuerzas del Estado, la OEA, pese a que ha colaborado en la investigación del caso, ni siquiera mencionó la idea de suspender al Gobierno de México del Consejo Permanente.

Cuando el Senado de Estados Unidos documentó y reconoció en un informe oficial las cárceles clandestinas de la CIA y el hecho de que sus fuerzas militares torturan a los presos de la cárcel de Guantánamo (denuncias que la Cruz Roja y Naciones Unidas venían haciendo hace años), una vez elegido como secretario general, la OEA de Almagro ni siquiera sugirió un voto de censura contra el Ejecutivo de EEUU.

La potencia del norte es el único país de las Américas que ejerce operaciones militares directas de intervención, bombardeo con armas convencionales, ataques extraterritoriales de drones y penetración de tropas con autorización o sin autorización soberana contra países de otras latitudes. Nadie se imagina en este momento a Almagro iniciando una campaña de suspensión inmediata contra Estados Unidos tras los últimos bombardeos en Yemen, Afganistán, Siria. Según cifras de Naciones Unidas, solo las campañas extraterritoriales de drones de Estados Unidos han causado cientos de víctimas civiles, incluyendo mujeres y niños. Un tema gravísimo pero que no provoca absolutamente ninguna reacción de repudio en el organismo multilateral.

Cuando en Brasil se le hizo el juicio político a la presidenta Dilma Rousseff, y se dio a conocer la profunda corrupción en que los propios acusadores estaban involucrados, la OEA de Almagro tampoco invocó la Carta Democrática. Es cierto que Almagro criticó la decisión del Congreso brasileño contra Rousseff, pero no llamó a la suspensión del nuevo gobierno de facto de Brasil de Michel Temer, país que también está sumergido en una fuerte crisis económica y de seguridad.

El propio Honduras (cuyo representante ante la OEA se prestó para usurpar la presidencia del Consejo Permanente), es un país con el triste récord de la cantidad más alta de homicidios por 100 mil habitantes en el mundo, según cifras de Naciones Unidas de su reporte de 2014.

En Honduras son mensualmente asesinados muchos líderes opositores, dirigentes campesinos, periodistas, líderes sindicales, de derechos humanos, de derechos de género, y un largo etcétera apabullante. Todos americanos asesinados en completa impunidad.

Colombia ya ha llegado a niveles abrumadores de dirigentes regionales, candidatos a elecciones y autoridades elegidas de todas las áreas sociales que han sido masacrados por fuerzas irregulares y regulares de todos los colores políticos, narcotraficantes y paramilitares. Ni los gobiernos de Colombia ni de Honduras han enfrentado la posibilidad de ser suspendidos de la OEA.

Amnistía Internacional y Human Rights Watch denuncian cada año la violencia y el uso de legislación antiterrorista que aplica el Estado de Chile contra los mapuches, o el hecho de que la policía uniformada de carabineros aún tortura. O que los campesinos indígenas de Perú son fuertemente reprimidos por la industria minera que contamina indiscriminadamente las aguas y los suelos. Ni el gobierno de Chile ni el de Perú han enfrentado cuestionamientos selectivos de la Secretaría General, ni temen una pronta suspensión de la OEA.

¿Son todos estos grupos de la sociedad civil de todos nuestros países más o menos importantes que la oposición venezolana, que a propósito nunca ha podido sacudirse el hecho de que organizó un golpe de Estado frustrado, contra el gobierno de Chávez en 2002?

¿No se merecen los mapuches de Chile, los campesinos peruanos, los dirigentes sociales de Honduras o Colombia, un trato de la misma magnitud en la OEA?

Lamentablemente, Almagro aparece en toda esta historia y en su accionar selectivo haciendo uso del concepto de “derechos humanos” en el ataque político contra el gobierno de Maduro, y eso debilita a la misma lucha por los derechos humanos de toda la región como un todo. Y dejando en evidencia que ese no es realmente el tema central de su apostolado. El tema de los derechos humanos en Venezuela es gravísimo y preocupante, tanto como en Estados Unidos, Colombia u Honduras.

Sin duda, habría que celebrar la actitud activa del secretario general Luis Almagro en el caso de Venezuela y su preocupación por el pueblo venezolano tras la crisis económica y política que sufre el país. Pero la estrechez de su accionar le quita mucha legitimidad. Mucho más cuando el senador de derecha estadounidense Marcos Rubio junto a otros congresistas y aliados convoca de forma pública a usar la OEA como punta de lanza contra Venezuela, y cuando amenaza a El Salvador, Haití y República Dominicana con afectar la ayuda internacional desde EEUU para cooptar sus votos y que se sumen a los gobiernos aliados de Washington. Y Almagro aparece a continuación ejerciendo acciones públicas que responden a esas declaraciones a la prensa de un senador muy cercano a Trump y que lidera la política exterior del Partido Republicano hacia América Latina.

No da paz al analista equilibrado cuando se aprecia el hecho de que EEUU tiene un poder de presión fuerte a través del escuálido presupuesto de la OEA, y cuando la CIDH enfrenta el fantasma de quedarse sin fondos.

Es una expresión recurrente en Washington de que cuando EEUU aprieta el bolsillo, la OEA gime, pues Estados Unidos es el principal financista del organismo y su Secretaría General: casi el 35% de su presupuesto proviene del país del Norte, según una investigación del Congreso de EEUU.

Es decir, el otro 65% de los fondos debe ser llenado por todo el resto de 33 países y otras agencias de cooperación. Y eso no es culpa de la OEA, sino de la inacción (y falta de cooperación en fondos) del resto del continente.

Si hubiera ecuanimidad en estos esfuerzos de la actual Secretaría General de la OEA,  otros grupos que enfrentan una situación terrible de miseria ante sus poderes ejecutivos contarían con las numerosas conferencias de prensa e invitaciones a los salones de Washington que Almagro confiere de forma casi exclusiva a la oposición venezolana.

Una oposición que, al contrario de los grupos de bases de los países de nuestro continente, tiene muchas más armas mediáticas e internacionales, mucho dinero, muchos gobiernos de derecha de apoyo, una apertura amplia en los pasillos de Washington DC, mayoría de parlamentarios en su Congreso y una voluntad a como dé lugar de expulsar a la Revolución Bolivariana del poder en Venezuela. Almagro está ayudando, con su accionar, a cerrar las salidas al propio laberinto que él mismo ha creado en el seno de la OEA. Las consecuencias humanitarias dentro del país serán, por tanto, no solo responsabilidad del gobierno de Maduro y de la oposición, sino que también de él mismo.

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