Un nou món per a Catalunya

La paradoja pos moderna nos presenta una ambigüedad tal que nos es difícil identificar cabalmente las características existenciales propias de nuestra sociedad. Sociedad que en su permanente búsqueda de bienestar, transita confundida entre el autoritarismo de las nuevas tecnologías y la incapacidad definitiva por resolver los problemas de justicia social y desarrollo igualitario de los pueblos.

Los paradigmas fracasados a uno y otro lado del charco, más allá y más acá de los muros y las alambradas, más allá de la inutilidad de tus muertes y de los mías, no han servido para dar respuesta al fundamentalismo religioso, a las desigualdades sociales internas y globales, ni al capitalismo salvaje que todo lo convierte en negocio. Tampoco han podido eliminar la corruptela política y empresarial de la desmedida ambición por el poder o la influencia del narcotráfico.

Por eso, a pesar que buscamos ampliar los acuerdos, derribar las fronteras del intercambio comercial y cultural y establecer nuevas estructuras supranacionales que nos cobijen, queremos cada día más ser nosotros mismos, aferrarnos a nuestras tradiciones y creencias, vivir nuestras fiestas, usar nuestro idioma.

Lo de Cataluña no es el grito furibundo de un pueblo oprimido, es la necesidad de vivir en su propia identidad. No se trata de encerrarse en su propia casa, enrejar las ventanas ni darle la vuelta de espalda al mundo global, más bien se trata de seguir perteneciendo a todos pero desde su propia personalidad.

En el caso de Escocia, por ejemplo, su clamor por la autonomía del Reino Unido se hace para gobernarse mejor pero sin renunciar a Europa, es por eso que la decisión del Brexit asumida por el Reino es un error que atenta contra la natural dirección que toman los acontecimientos geopolíticos en este siglo que recién ha comenzado.

No es difícil imaginar un mundo futuro donde las identidades culturales tengan más poder de participación dentro o fuera de los Estados actuales que hoy los cobijan pero al mismo tiempo, con mayor presencia en las entidades supranacionales regionales.

Mañana quizás España no sea necesaria, e institucionalmente existan sólo Cataluña, Euskadi o Andalucía (Asturias, Galicia, Valencia, Extremadura, etcétera), en los Países Bajos, Flandes y Valonia; en el Reino Unido, Escocia, Gales, Inglaterra e Irlanda, y así.

No por nada después de una década de luchas intestinas en una de las más terribles guerras del siglo, la Yugoslavia socialista tuvo que comprender que bosniacos, croatas, eslovenos, serbios, montenegrinos y macedonios eran pueblos aparte (faltan los kosovares y otros). Claro, ojalá todos puedan estar en la Europa federal, ojalá los pueblos se organicen para que el trabajo multilateral sea el soporte de su propio derrotero nacional, que la solidaridad internacional acuda cuando una identidad nacional lo necesite.

En este reordenamiento de ideas que ofrece actualmente la confusa era pos moderna, quizás sea como nunca necesario imaginar un mundo distinto, donde la democracia esté más cerca de la gente y los estándares de justicia y paz estén dados por el club al que todos debiéramos pertenecer, al de un gobierno global o regional inclusivo y participativo, que norme la convivencia, defienda a los débiles y promueva la solidaridad universal.

Es una utopía, ya lo sé, pero para avanzar siempre hay que dar un primer paso. Y eso los catalanes lo han entendido.

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