Venezuela o el teatro del absurdo

Nunca es bueno realizar juicios categóricos, pero la evidencia demuestra que Sudamérica es, hace rato, un continente unido por fines económicos o ideológicos, pero no por un espíritu fraternal. Las demandas entre países vecinos y la creación de bloques regionales que buscan el beneficio de unos pocos son una demostración de aquello.

Y así, se podrían analizar las diversas facetas en las cuales se pueden ver las luchas de poder en Sudamérica, las mismas que representan las grandes contradicciones de esta región. Una de ellas, era que no, es el tema de los Derechos Humanos. Otro de los grandes tópicos es el derecho a luchar contra quienes gobiernan sin los valores democráticos. Conceptos, estos últimos, que tienen mucho de nebulosa y poco de concreto.

El último gran ejemplo es Venezuela, un país que está política y socialmente dividido. Para eso, no es necesario estar allá o realizar una gran investigación. Es cosa de ver, por ejemplo, los resultados en las elecciones presidenciales o el tono de los discursos de uno y otro bando.

Hoy, el actual presidente venezolano, Nicolás Maduro, está enfrentando la que quizás sea la peor crisis del chavismo en Venezuela. Si bien las comparaciones no son buenas, el fallido golpe de estado que sufrió Hugo Chávez parece ser menos dramático que lo que hoy está sucediendo en las calles venezolanas.

Una parte de la población se cansó de lo que consideran un mal gobierno. Y, por eso, decidió protestar, tal cual ha ocurrido a lo largo de la historia del mundo y, particularmente, en los últimos años. Así, rápidamente, aparecen en la mente los movimientos sociales de Chile, Egipto, Túnez, Irán, Ucrania y España, por dar algunos ejemplos.

Volviendo a Venezuela, miles de personas –incluyendo a muchos estudiantes- ejercieron su derecho a manifestarse. Algunos, seguramente la mayoría, lo hicieron en forma pacífica, mientras que otros, probablemente la minoría, optó por un camino violento. En paralelo, la respuesta de Nicolás Maduro terminó con algunos muertos y varios detenidos. Además, censura de medios de comunicación y de redes sociales, como Twitter.

En este contexto, la sociedad chilena, como era de esperar, no se quedó en los sillones y decidió alzar la voz. Un pequeño grupo ha tomado la sabia postura de observar el proceso y analizar los postulados de uno y otro lado, para luego elaborar mesurados y acertados juicios. Lamentablemente, ha sido un segmento minoritario, pues la mayoría ha caído en algo ya tradicional en Chile, es decir, la imposición de la ideología por sobre el criterio.

En algo digno del teatro del absurdo, antiguos simpatizantes de la dictadura chilena y actuales defensores del pinochetismo han criticado violaciones a los Derechos Humanos en Venezuela y, además, acusan al gobierno venezolano de olvidar los valores democráticos. Al mismo tiempo, quienes lucharon por la vuelta a la democracia en Chile y, más importante aún, por el término de las torturas, detenciones arbitrarias y asesinatos políticos, hoy avalan la represión de Nicolás Maduro.

Y así, en algo que no tiene lógica, se da una situación paradójica, pero que no sorprende. La sociedad chilena sigue profundamente dividida y, lo más preocupante, se mantiene poseída por las viejas ideologías y los antiguos resentimientos. Los Derechos Humanos son, en Chile, una moneda, sin mucho valor, que se transa en los mercados ideológicos. Se vende y se compra, dependiendo del momento histórico y según convenga ser partidario o no de su uso.

Porque, claro, los Derechos Humanos están manoseados y en Chile no existe una potente convicción sobre lo importante que es tener una sociedad democrática, en la cual las diferentes opiniones sean capaces de convivir y no de pelear. Tampoco existe un real sentimiento sobre la relevancia del respeto a los Derechos Humanos. De otra forma, no se explica que un sector siga hablando de “democracia especial” en Cuba, que los gobiernos chilenos firmen acuerdos con China o que un partido político envíe condolencias tras la muerte de un dictador en Corea del Norte.

Tampoco tiene explicación que todas las miradas apunten a Venezuela y nada se diga sobre lo que hoy ocurre en Ucrania. Y qué decir de las dramáticas muertes de inmigrantes clandestinos en el Mediterráneo o la sangrienta crisis en Siria. Y muchas dictaduras olvidadas en Chile, como las de Zimbabwe y Myanmar (ex Birmania). O como aquellos totalitarios líderes de Asia Central.

Por eso, es momento que la gente entienda que lo mejor es tener criterio y ser consecuente con los principios. Difícil saber quién tiene la razón en Venezuela –por más que cada cual tenga un juicio personal muy claro- y, por lo mismo, sólo queda la esperanza que los distintos sectores se pongan de acuerdo en algo claro y evidente.

Cuando hay muertos, detenidos y censura, algo malo está sucediendo.

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