Betina sin aparecer

El 15 de julio de 1976, a las dos de la madrugada, un grupo de agentes del Estado argentino hizo volar la puerta del departamento de Hugo y Blanca Tarnopolsky en el elegante barrio norte de la Capital. Él era un empresario del sector farmacéutico y ella una destacada psicóloga bonaerense. Dentro de su propia habitación golpearon y amenazaron de muerte a Blanca para que Hugo dijera donde se encontraban sus hijos Daniel y Betina.

Betina, la menor, de 16 años, se alojaba esa noche en el departamento de su abuela Rosa Daneman. Hugo no supo ocultarlo y la jauría partió a recogerla. En medio de golpes y gritos se la llevaron junto a sus padres, dejando a la abuela desesperada.

El hijo mayor, Sergio, a esa altura ya estaba detenido: en esos días cursaba el servicio militar en la funesta Escuela Superior de Mecánica de la Armada, ESMA.Sin embargo, el recorrido nocturno incluyó su departamento, desde donde se llevaron a su mujer, Laura.

Ni Hugo ni Ana sabían dónde se encontraba su otro hijo Daniel. Habían acordado que se fuera por unos días a casa de amigos ya que sentían en el aire la inseguridad de su hogar, tras el rapto en días anteriores de Patricia, prima de Hugo y amiga cercana de Sergio.

Así, las calles de Buenos Aires fueron testigo del secuestro nocturno de una familia completa. Sólo escapó Daniel, un joven de 18 años que después de vagar por la ciudad durante días sin comprender, salió del país rumbo a Santiago de Chile, luego Israel, luego Paris. El libro “Betina Sin Aparecer”, que publicó LOM en Chile y se presentará en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, cuenta su historia.

Conocí personalmente a la familia Tarnopolsky en 1974. Acompañaba a mi padre en sus primeros meses de exilio en Buenos Aires. Blanca me ofreció “un laburo” que yo entendí como un gesto solidario.

Tenía una enorme biblioteca con centenares de textos de psicología que quería clasificar, ordenar y fichar. No eran tiempos de computadores, de modo que pasé varias semanas en su departamento ejerciendo eso que Borges llamaba el primer ejercicio de crítica literaria, que consiste justamente en ordenar la biblioteca.

Además pude conocer y aprender de la conversación inteligente de Blanca. De alguna manera en su biblioteca se respiraba el aire de tranquilidad que la ciudad mezquinaba.Afuera Perón vivía sus últimos días enfrentado a los Montoneros. Se empezaba a notar el poder en la sombra del siniestro ministro López Rega y los grupos paramilitares empezaban a mostrar las garras.

La tragedia de la familia Tarnopolsky es uno de los casos más distintivos de la barbarie que se desató en Argentina tras la muerte de Perón, el nefasto gobierno de su heredera Isabelita y la Dictadura de Videla y Massera.

El relato de Daniel es riguroso, pormenorizado y sobre todo, tremendamente honesto. Por momentos hace recordar a Ana Frank cuando se muestra distante y crítico para juzgar a los suyos, pero lo más abrumador de la historia no es la desventura de los padres y el hermano militante, no es la difícil búsqueda de su propia identidad y la lucha por reconstruirse en medio de la angustia y la soledad, no es la prolongada disputa judicial y política por llevar a la cárcel y hacer pagar a los asesinos de su familia, sino que es la sospecha de la supervivencia de su hermana menor Betina, convicción a la que llega por medio de señales que se encuentran en un campo de asuntos que para la mayoría son improbables o sobrenaturales.

El relato en consecuencia se escribe en dos dimensiones: una terrenal, racional, fundada, sustentada en hechos empíricos y testigos de causa; una historia de búsqueda para comprender el secuestro, torturas y lanzamiento de los cuerpos de sus seres queridos a las profundidades de las aguas del río de La Plata.

Esa historia, en el plano psicológico porque no en el fáctico, tiene su principio y su fin: Daniel es testigo de la desaparición de su familia, es protagonista de la búsqueda y finalmente decide instalar una placa en un cementerio capitalino, donde a pesar de la ausencia de los cuerpos puede hacer el luto y dialogar con sus ausentes.

Una segunda dimensión, con una historia aún más dolorosa que la primera, se va armando poco a poco en parte en la voz de Betina, en parte como reflexiones del autor, en parte como diálogos en el más allá, nos lleva a un mundo más confuso donde Betina sobrevive, pero ya incapaz de tener esperanzas, anhelos o seguridad se oculta en un estado de inaccesibilidad, en un silencio que será eterno.

La idea que Betina esté viva resulta tan aterradora como la idea de su muerte en las aguas rioplatenses. Ella al momento de su rapto tenía 16 años, era una chica inteligente y hermosa, comprometida políticamente como lo estaban los jóvenes en los setenta y se destacaba en el colegio por su cultura literaria.

Hoy sería una mujer de 50 años cuya supervivencia no sería obra de su deseo de vivir ni de la acción de un alma caritativa, sino de un destino aún más cruel que el que sufrieron sus padres, hermano y cuñada: el doble secuestro y sometimiento como esclava sexual de un torturador.

En medio de las insistentes señales que cada cierto tiempo arrastran nuevamente a Daniel a la sospecha de la supervivencia de su hermana menor, él se pregunta angustiado “¿No tengo derecho a vivir yo? ¿No tengo derecho a olvidarme un poco y hacer mi vida con algo de paz?”.

Algo de paz encontró Daniel en el judaísmo religioso que abrazó rompiendo con la tradición laica de sus padres; algo de paz encontró en los cantos litúrgicos en los que hizo especialista; algo de paz encontró ganándole el juicio civil a Emilio Massera y forzándolo a pagar la indemnización de su bolsillo; algo de paz le dieron su abuela, sus tíos chilenos y su “madre adoptiva” Matilde Herrera, exiliada en Francia, madre biológica de tres desaparecidos; algo de paz le dio Mariana, madre de sus dos hijos con quienes vencería a quienes intentaron borrar del mapa argentino su apellido.

Pero sospecho, después de leer esta dolorosa autobiografía, que la paz de Daniel será siempre imposible. El ha sabido encontrar un camino de vida, pero estas terribles heridas dejaron en su alma cicatrices imperecederas.

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