La tragedia que hiere el alma de Chile

En días recientes ha rebrotado la polémica en torno a las responsabilidades por las violaciones a los Derechos Humanos por la dictadura militar, las que fueron investigadas y establecidas como verdad histórica por el Informe Rettig en 1991, por el Informe Valech en el 2003, así como por centenares de fallos de diferentes Tribunales de Justicia que así lo han confirmado.

La controversia resurge por los beneficios carcelarios otorgados por la Corte Suprema a 7 condenados por la autoría de crímenes de lesa humanidad, en este caso agentes del Estado, de instituciones castrenses, cuya misión primigenia era proteger a las personas que fueron ultimadas y no ejecutar el crimen contra ellas.

Asimismo, la etapa final de la investigación del magnicidio del ex Presidente Frei Montalva, en enero de 1982, que gracias al tesón de su familia retomó su curso, ha descubierto la trama de informantes, soplones, redes de interceptación telefónica y la estructura de mando de una implacable organización criminal que lleva a cabo un verdadero copamiento de una clínica privada para efectuar ese crimen atroz, revela las increíbles ramificaciones que alcanzó el crimen de Estado.

Se confirma lo que para muchos era difícil creer, en Chile se estableció la práctica del terrorismo de Estado, como una acción permanente y sistemática. Esa es la verdad histórica, pero falta lo más dramática de esa verdad, el destino de los detenidos desaparecidos y la identidad de parte esencial de los responsables de tan deleznables crímenes de lesa humanidad. 

No cabe duda que el principal responsable, quien dio las órdenes en la cúspide del poder castrense fue Pinochet, en sus manos estaba la toma de decisiones, excepto en la instalación de la Junta Militar, que compartió el mando en una breve etapa, pero nunca estuvo fuera del núcleo que monopolizó la autoridad, aunque no reconoció los hechos en su infinita crueldad y cobardía, como los jefes y ejecutores, que se mofaron de sus víctimas, pero no asumieron sus crímenes o su responsabilidad en la autoría de ellos.

Incluso, estando ya fuera de la Comandancia en Jefe del Ejército, después de su detención en Londres, el ex dictador debió comparecer ante los Tribunales de Justicia y se asiló en la falaz pero vergonzosa argucia de declararse “demente” y el proceso en su contra quedó paralizado. Es decir, Pinochet y su entorno se preparó durante décadas para rehuir cualquier responsabilidad en la ejecución de crímenes de Estado que no podrían haberse realizado si no es contando con su expresa autorización.

En el caso Degollados, en 1985, el juez Cánovas Robles estableció la culpabilidad de la Dicomcar, estructura estatal bajo la autoridad directa del Director, César Mendoza, que Pinochet tuvo que alejar del mando de Carabineros, ante la repulsión que llegó incluso a la policía uniformada por tan deplorables crímenes, pero que la dictadura protegió y no fue a la cárcel por ello.

Ante la institucionalización del terrorismo de Estado, persiste la pregunta, ¿quién más fue responsable?, ¿qué papel tuvieron los otros miembros de la Junta Militar?

¿Fue delegada totalmente la autoridad a Pinochet y la jefatura de la DINA?

¿Qué responsabilidad institucional cabe a los generales que formaron parte del alto mando del Ejército, y que hicieron ante la práctica sistemática del terror del régimen que ellos sostenían?

¿Fue una sádica cobardía, disfrazada de verticalidad del mando?

Estas preguntas son inevitables debido a que los reos recluidos en Puntapeuco no reconocen su responsabilidad y, a pesar de las evidencias, repiten la misma excusa en su defensa: “fue una orden”, “órdenes que se debían cumplir”, o peor aún “era una orden como cualquier otra”.

Según el Informe especializado de Gendarmería, los asesinatos cometidos por estos agentes del Estado no son asumidos en su conducta ni en su reflexión, ya que están recubiertos por una “conciencia de delito ausente”.

Esta conducta no es casual. Es más que una coartada. Se trata de una réplica masiva, de alcance institucional, ante la inmensidad de los crímenes se generó este argumento: “fueron órdenes”, o sea, no se admite culpabilidad, de modo que los ejecutores de asesinatos que conmovieron la conciencia del país no van a aceptar ni reconocer su responsabilidad.

El sentido de irresponsabilidad y de irrealidad, pero también de burla que adquiere el término “órdenes”, conlleva un riesgo fatal para la democracia chilena, que en cualquier cambio de las circunstancias, otro sátrapa o aventurero llegue a dar el mismo tipo de “órdenes” que terminaron, hace 45 años, con el régimen institucional democrático imperante en el país. 

Esta es la tragedia que hiere el alma de Chile, que ante los crímenes del terrorismo de Estado haya quienes pretendan que “nadie fue”, que fueron “órdenes”, anónimas, impersonales, desconocidas, eso es una burda copia del régimen nazi, cuyos jerarcas habían preparado la huida para ocultarse con falsas identidades en países lejanos por qué nunca pensaron asumir su culpabilidad.

Esa es la perversidad y la cobardía del terrorismo de Estado, una organización hecha para matar, oculta en la burocracia militar, cuya “chapa” o escondite es la palabra “órdenes” para no recibir sanción y se imponga al final esa brutal idea que las responsabilidades de los criminales son inalcanzables, que no hay posibilidad humana de poder establecerlas.

Ante ello, la comunidad democrática en Chile, de izquierda, centroizquierda y centro en su diversidad y pluralismo, ha luchado por la verdad y la justicia.

Sin embargo, la derecha es el cómplice que guarda silencio, incluso al inicio de la dictadura instigó y justificó el régimen y la ejecución de crueles tormentos y crímenes deleznables. Durante la mayor sevicia de los sádicos represores del régimen mantuvieron su apoyo a Pinochet. Hoy la derecha continúa con una omisión inexcusable.

A ello se suma la insensata adoración hacia Pinochet de fanáticos de derecha, incluidos parlamentarios que pretenden blanquear la inequívoca responsabilidad del ex dictador en los crímenes cometidos por el terrorismo de Estado que su régimen instaló en el país.

De no existir centenares de fallos a firme en los Tribunales, esos grupos extremistas aún dirían que se trata de una oscura campaña del “comunismo internacional” contra Chile.

La saña del terrorismo de Estado, encubrirse en órdenes y ocultar quién las dio, permiten mostrarse al criminal como víctima de una actitud vengativa, y no como lo que es, un individuo que la Justicia castiga por su participación directa en crímenes de lesa humanidad. Hay que decirlo con claridad el terrorismo de Estado, como acción criminal sistemática orquestada desde el Estado, no tiene excusa alguna.

El tratado de Roma sobre el Derecho Internacional Humanitario admite beneficios carcelarios, desde el reconocimiento de los hechos, el arrepentimiento y la colaboración eficaz. La excusa que fueron órdenes impersonales, desconocidas y anónimas impide su aplicación humanitaria.

Esta herida en el alma de Chile demanda del Estado democrático perseverar en su afán de verdad y justicia, y a la derecha que hoy gobierna, le exige abandonar la impunidad y reconocer la responsabilidad histórica que le cabe en esta tragedia del país y mientras ello no ocurra, la herida seguirá abierta.

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