Por fin, Jorge Klein

Clarisa Hardy
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Cuantas veces me saltó el corazón al creer que veía tu imagen caminando en alguna atestada calle de México, Santiago o Buenos Aires y te perseguí mientras te perdías en la multitud. Cuántas veces corrí hasta alcanzarte y toqué tu espalda para encontrar, con decepción, un rostro desconocido que, al girar, me miraba interrogante.

-Disculpe, murmuraba yo a continuación, -perdone, lo confundí con otra persona.

Pasaron los años y te seguí buscando en las calles de tantos países.

Te seguí soñando en tantas noches de mal dormir, a pesar del paso de los años.

Y te seguí recordando, siempre con  el mismo rostro joven que dejé de ver a finales del gobierno de Salvador Allende y que, a diferencia de los que continuábamos buscándote, se mantenía terso, congelado en el tiempo de viejas fotos que, cada tanto, volvía a mirar.

Tus restos, querido Jorge, finalmente han sido identificados por el Servicio Médico Legal y entregados a tus familiares más próximos, después de 38 años de haber sido asesinado.

El viernes 28 de octubre encontraste tu morada final, despedido por tu reducida familia y algunas de tus amistades más cercanas. Otros, como yo, desgraciadamente no pudimos estar presentes ese día en tu funeral.

Fuiste siempre de los mejores alumnos, en la escuela y en la universidad, pero estabas lejos de ser la imagen convencional del niño mateo. Te gustaban los deportes, las preguntas difíciles, la vida a concho y, sin duda, las mujeres. Puedo confesarte ahora que a nosotras, las mujeres, tú nos gustabas aún mucho más.

Estábamos iniciando nuestros estudios universitarios y nos tocó vivir una época en que la política nos cuestionaba, entre otras cosas, hasta nuestras preferencias académicas. Tal vez por eso, un grupo de siete estudiantes de medicina, entre los que estabas tú, y una estudiante de sicología, que era yo, decidió inscribirse en la facultad de filosofía de la misma Universidad de Chile e intentar estudiar ambas carreras en paralelo.

Sin embargo, de a poco fuimos desertando, porque el tiempo no nos daba y nos concentramos en nuestra primera carrera. La única excepción fue el Pancho, Francisco Rivas, quien terminó sus estudios de filosofía y además se recibió de neurocirujano. Más tarde, también sería escritor.

Pero no dejábamos de preguntarnos quiénes éramos y para donde íbamos, así que terminamos armando un grupo de reflexión que se encontraba al anochecer, una vez por semana, para leer y comentar desde el Capital de Marx a La Rayuela de Cortázar.

De allí, al activismo en el movimiento estudiantil y en las incursiones políticas, en un país en que la pobreza y la exclusión eran gigantescas y estar en las universidades un privilegio de minorías.

No es extraño, entonces que, en medio de la reforma agraria de Frei padre, estos estudiantes sensibles a la realidad social en la que vivíamos, decidiéramos contribuir con algo. Y así lo hicimos el verano del 65, cuando armamos un campamento para impulsar la sindicalización campesina en la que hoy se conoce como región del Maule.

Tú, Jorge, eras el responsable de la organización y varios te apoyábamos, pero enfermaste de hepatitis y no pudiste acompañarnos. La responsabilidad recayó entonces en Félix Huerta, otro de tus compañeros de los primeros años de medicina y que tuvo que lidiar con un grupo numeroso de estudiantes provenientes de distintas carreras, con biografías y personalidades contrastantes.

Esa era nuestra gran riqueza, la diversidad social, económica y cultural que representábamos. Y también la de género, aunque escasamente, porque las mujeres estábamos en franca minoría.

Recuerdo tu frustración cuando, al regresar a fines del verano, nos juntamos para relatarte lo ocurrido. Advertiste las complicidades que se construyen en este tipo de experiencias.

En nuestro relato nos admirábamos del más esforzado de todo el grupo, un tímido estudiante de medicina, que estoicamente había resistido las decenas de kilómetros diarios que caminábamos para promover la sindicalización en diferentes predios.

Para protegernos de la molestia patronal que nuestra presencia provocaba, realizábamos el trayecto, no por los caminos, sino entre arrozales húmedos, con un inclemente sol que nos secaba las ojotas mojadas, reduciendo su tamaño en nuestros mismos pies. Y una nube de tábanos era compañía habitual.

Aquel estudiante era Carlos Lorca, el que más ampollas y picaduras tenía, pero el que nunca se quejaba. Seguro que así murió Carlos en manos de sus torturadores, con sus ojos fijos en esos rostros y sin abrir la boca.

Desde esos inicios y con el ingreso de todos nosotros al partido socialista se forjaron lazos estrechos que nos acompañaron a ese mismo grupo de estudiantes por muchos años y que aún hoy, con vidas y trayectorias disímiles, en distintas partes del mundo, estoy segura que nos mantienen juntos en recuerdos y sentimientos. Obviamente, a los sobrevivientes.

Te recibiste de medicina optando por la especialización de siquiatría, a pesar de que más adelante te seducirías por la sociología y optarías por un trabajo de analista estratégico en La Moneda, en una oficina especializada para ello y directamente vinculada al presidente Allende. Correspondía a algo equivalente a lo que en estos años se ha conocido como el “segundo piso” de La Moneda.

Pensar estratégicamente te costaría la vida a ti y a quien dirigía esa oficina, Claudio Jimeno.

En realidad, pensar fue subversivo para la dictadura desde el primer día del golpe militar.

Te casaste con una siquiatra brasileña muy bella, no faltaba más. Y tuviste una hija.

–Es la primera, me dijiste, compitiendo con mis dos hijos ya nacidos y con tu historia de hijo único, de un hogar judío que logró salvar milagrosamente del holocausto, para instalarse en Chile a inicios de los cincuenta.

En su melodioso portuñol, me ha contado Vanessa, tu hija única que se te parece tanto, que tu padre no quería tener hijos para evitarles la condena de ser judíos.

Y así como tú ignorabas que no podrías llegar a cumplir tu ilusión de una larga prole, tampoco tu padre podía saber, al engendrarte involuntariamente, que no sería tu condición de judío, sino de comunista la que te costaría la vida.

Te fuiste del partido socialista al partido comunista en la convicción profunda de que las revoluciones democráticas eran las que debían primar por sobre las hegemónicas concepciones revolucionarias armadas de esos tiempos. Una paradoja, que hace aún más intolerable tu asesinato en manos de los golpistas que entraron a fuego a La Moneda el 11 de septiembre y te llevaron detenido.

Tenías sólo 27 años y un futuro por delante. Un futuro promisorio truncado violentamente.

Despareciste y por años circularon versiones de tu detención y destino. Te buscamos en lugares y en recuerdos, porque las incertidumbres que dejan las desapariciones se rellenan con fantasías y deseos.

Mientras tanto, tu hija Vanessa viajó a Chile, una y otra vez desde Brasil –a donde fue a dar desde el golpe militar que destruyó su familia nuclear, pero en donde armó una nueva, con dos nietos que no habrás de conocer-  para testimoniar tu caso en el informe Rettig y en todas las instancias nacionales e internacionales abiertas desde entonces.

Incluido el juicio en Francia que ha permitido el reconocimiento de tus restos, país del que llegaste en brazos de tus padres y del que conservaste la nacionalidad, junto con la chilena que adquiriste por voluntad propia.

Y desde la noche del viernes 28 de octubre, por fin dormiremos un poco más sosegados todos los que te hemos amado, querido Jorge.

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