Un alivio momentáneo

Como si fuese un partido de fútbol, por nueve a cero la Corte Suprema de los Estados Unidos rechazó la posibilidad de patentar genes humanos. En un fallo unánime se impidió lo que en rigor es la privatización del material genético de la especie, pero no fue un fallo tan contundente como los números lo sugieren: la posibilidad de convertir en mercadería genes modificados se mantuvo abierta, de modo que del 9 a 0 se vuelve a un 0 a 0 inicial.

Lo que estuvo en juego, como pudiera creerse, no fue la mercantilización de la materia que hace posible la existencia humana. No. Se trataba de discutir un caso acerca de patentes comerciales y, por lo tanto, que era lo que podía o no protegerse desde un punto de vista legal.

El tema de fondo era, pues, el de la invención. El juez de triste recuerdo por casos de acoso sexual, Clarence Thomas, arguyó, “la empresa no ha creado nada. Encontraron un gen útil e importante, pero separar un gen del material genético circundante no es un acto de invención”.

¿En que consiste la creatividad del ser humano?¿En separar cosas del mundo y presentarlas como si fuesen invento propio? ¿En replicar el mundo y reclamar autoría por ello?

La Corte asume que es patentable aquella manipulación genética que da como resultado algo que no existe previamente en la naturaleza. La puerta se abre para modificar el material genético y ventilarlos en el pujante sector de la salud privada (y no en el del sector privado de salud).

Los mercados bursátiles atentos al caso sintieron el golpe. A pocas horas de la sentencia, los especuladores hicieron caer en más de un 5 por ciento el valor de las acciones de Myriad Genetics. Sin embargo, y éste era el argumento de la empresa, aún están abiertas las puertas para poder seguir operando comercialmente con productos manipulados genéticamente. “Aún tenemos mercado, consumidores” anunciaban sus ejecutivos en medio de la refriega.

Gran parte de la discusión generada en torno al caso se centró en los costos médicos asociados al uso del gen que hubiese sido comercialmente patentado. Los diagnósticos de cáncer ovárico y mamario no costarán los casi dos millones de pesos que hubieran costado de haber triunfado la posición de la empresa.

Si el caso dependiera de empresas como Myriad Genetics, de UTAH, y no de los poderes públicos ejerciendo su deber ante la ciudadanía, en breve dispondríamos de bancos genéticos entregados al libre juego de la oferta y la demanda.

Recursos heredados en cuestiones tan dispares como la apariencia física de las personas, la propensión o la resistencia a ciertas enfermedades, serían valorizados de acuerdo a la capacidad de pago de los consumidores. No estarían “itemizados” por FONASA pero disponibles en las Isapres privadas para sus clientes selectos: hombres, jóvenes, solteros y de altísimos ingresos.

Las empresas y consorcios asociados a la ingeniería genética estuvieron, hasta antes de este fallo judicial, a punto de dar un zarpazo final para apropiarse de lo que en definitiva nos posibilita ser humanos.

Por esta vía, las clases superiores estuvieron igualmente a punto de zanjar biológicamente sus diferencias con los condenados de la tierra y, sin mediar campos de concentración (o sólo mediando campos de control y deportación para inmigrantes) concluir con el inacabado sueño hitleriano de una “raza” perfecta.

Empero, la discusión de fondo acerca de la “puesta en valor” de la genética humana – modificada o no – no es materia del interés general. En la lógica comercial de Occidente, los valores del mercado determinan buena parte de los intereses, motivaciones y preocupaciones de la sociedad y, con ello, la suerte dispar de la ciudadanía.

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