2016, el año del embudo

No cabe duda que las redes sociales ocuparon parte importante del protagonismo en el año que ya se fue, pero también en este período terminaron de dejar en evidencia su lado oscuro, cuando la gente comenzó a exigir desde la penumbra de la galería mucho más de lo que estaba dispuesta a dar, faceta que no se consideraba cuando las redes hicieron su debut tiempo atrás y se las recibió como una panacea milagrosa que solucionaría las deficiencias del sistema político.

Nadie pone en cuestión que las demandas ciudadanas, en cuanto a transparencia y probidad, sean legítimas y correctas, aunque pronto esos mismos reclamos se convirtieron en exigencias para unos y actos de defensa para otros, dependiendo de las simpatías personales ya que a medida que nuestra sociedad se ha ido politizando ante la evidencia del agotamiento de la actual administración, crece la necesidad de ir tomando partido ante las elecciones de fin de año.

En definitiva, hay que decir que las redes sociales no representan con fidelidad el sentir político de la ciudadanía y no lo pueden hacer primero porque los índices de apatía electoral son significativos y, segundo, porque si se es honesto en la observación, la mayor parte de las veces los internautas están más preocupados de los resultados deportivos o de la vida de los famosos.  Eso ya es un hecho claramente demostrado cuando se revisan los balances de lo más visto en las distintas redes sociales.  Sí sirven para tener algunas orientaciones, pero no mucho más que eso.

Es cierto que cuando se produce un escándalo en el ámbito de la política se genera una gran expectación y una fuerte reacción, pero la verdad es que esa atención no se sostiene en el tiempo y el sentimiento de indignación no es capaz de traducirse en un movimiento social que actúe de forma eficiente por los cambios que se demandan, como ocurrió con el movimiento de los indignados que parecía anunciar una nueva política que no ha llegado.

En ese sentido, sólo podemos señalar que el 2016 vino a confirmar algo que ya se sabía, que nuestra sociedad es poco madura desde la perspectiva cívica, que no es capaz de imponer sus puntos de vista y que, a la hora de actuar, aplicamos la ley del embudo, esto es exigir mucho a los otros y entregar nada o muy poco de uno mismo.

Hubo, hay que reconocerlo, algunas experiencias alentadoras, como cuando se reaccionó frente a la denuncia de colusión en los supermercados con un llamado a no realizar compras un día determinado, pero el recuerdo completo es que se hizo una segunda convocatoria con un éxito parcial y al tercero ya el movimiento se agotó.

Otro caso destacable fue la capacidad de organización del movimiento No + AFP que llegó a realizar en dos o tres oportunidades importantes manifestaciones ciudadanas para promover un cambio en el sistema previsional. Se logró con ello que las autoridades declararan su preocupación por el tema, pero de nuevo la fórmula no llegó a hacerse perdurable ni a concretar resultados objetivos.

Hay que reconocer entonces el éxito de un modelo de sociedad basado en el consumismo y el individualismo, frente al cual resulta difícil competir con propuestas alternativas, porque, en definitiva, lo que importa es que uno mismo esté bien, sin que sea relevante que el conjunto de la sociedad mejore sus oportunidades de desarrollo y condiciones de vida.

Es la ley del embudo en acción.  Ancho para los demás, angosto para uno, y mientras tanto nos deslizamos en un tubo que se va haciendo más estrecho para todos, como si no nos diéramos cuenta que la suerte del otro es la suerte propia.

Una de las habilidades del status quo es su capacidad de anestesiar nuestra capacidad de sorpresa y de reacción, y crece la impresión que ese talento lo ha venido demostrando a través de las redes sociales, copando el espacio que había surgido con vocación crítica o, al menos, reflexiva.  Depende de cada cibernauta preocuparse por entregar contenidos que vayan contra esta dirección alienante.

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