A propósito de... El tiempo de un Acuerdo Nacional

El reciente documento suscrito por diversos miembros de partidos y movimientos políticos, así como del mundo independiente, denominado “El tiempo de un Acuerdo Nacional”, ha dado lugar a numerosas y justificadas reacciones.

En lo particular, soy de aquellos que en un primer momento  expresé mi opinión vía WhatsApp, con todas las limitaciones que supone una respuesta inmediata y por ese medio. Sin embargo, creo que esta tribuna permite explayarse algo más sobre el tema.

Más allá del legítimo derecho de todos a dar su opinión, en lo fundamental y para decirlo en una palabra, me parece un texto muy poco feliz. Esto, por varias razones.

En primer lugar y considerando las características de la mayoría de los que firman, se olvida, con atisbos de irresponsabilidad, que la significación e interpretación de un escrito público es inseparable de las circunstancias, momentos y ámbito en el que se da a conocer.

Desde Aristóteles sabemos que  “la comunicación es la búsqueda por todos los medios de persuadir”, es decir, de lograr convencer a los otros de nuestra opinión. El contexto y circunstancias en que se da a conocer la carta que analizamos, refuerza aún más sus inevitables efectos y consecuencias, las que están muy lejos de ser neutras o asépticas.

Es por ello que resulta  incomprensible y cuestionable que los que suscriben  el texto en comento (en su casi totalidad militantes o simpatizantes de partidos de oposición) hablen “de los 14,7 millones de chilenos habilitados para votar y de que tenemos la última palabra”, sin ningún pronunciamiento y menos llamado explícito a votar por el Apruebo.

No es mera casualidad y tiene estrecha relación con lo que estamos señalando, que haya sido Andrés Allamand, opositor acérrimo y emblemático del proceso constituyente , uno de los primeros en celebrar entusiastamente este documento, seguido posteriormente por la Moneda.

En segundo lugar, y con el mayor respeto, me parece que los tres puntos que se señalan ni más ni menos como aquellos que sustentarían el Acuerdo, son sorprendentemente  insuficientes.

Para establecer un acuerdo, no basta solamente señalar las malas condiciones económicas y sociales de los sectores vulnerables,  los abusos,  las demandas sociales insatisfechas y hacer mención al pasar de un par de reformas.

Es imprescindible hablar e identificar las causas estructurales de estas situaciones las que  están directamente relacionadas con un modelo socio-económico provisto de una lógica empresarial, propietarista y meritocrática (esta última engañadora y frustrante), a lo que se añade la hegemonía cultural neo-liberal.

Es este modelo el que ha llevado a Chile a los niveles agresivos de desigualdad y concentración de la riqueza que nos han hecho “famosos” en el mundo.

Sobre estas consideraciones, nada relevante ni concreto dice el documento,  lo que metodológicamente es preocupante, porque si este diagnóstico no está claro, las propuestas muy probablemente tendrán un sabor a “gatopardismo”.

Asimismo, volver a la majadería  de que el crecimiento económico y la solidez de la economía, como tales, nos darán mayor bienestar y seguridad social, implica desconocer lo que ha ocurrido en nuestro país las últimas décadas y no considerar lo que está pasando en el mundo con la desigualdad entre países y dentro de los países, como resultado de la depredación de la política por parte de la economía capitalista.

Recientemente, Thomas Piketttty, después de una investigación histórica acerca de la desigualdad en el mundo, ha concluido que ésta no es principalmente económica, sino ideológica y política.

Detrás de cada visión y opción por  tal o cual economía, rol del mercado, del Estado, del capital, de la propiedad y/o de la justicia, hay relaciones de poder ideológicas y políticas entre los diferentes grupos y discursos.

Muchos en Chile han querido taparlo o negarlo, pero esto ha estado presente en nuestra sociedad desde hace ya algún tiempo.

Lo cierto es que no habrá paz en el país, si no transformamos profundamente el sistema socio-económico actual por uno más equitativo y ecológicamente amigable.

En tercer lugar, es indiscutible que no solo los firmantes sino más del 90% de los chilenos han rechazado en las encuestas o a través de declaraciones, la violencia desproporcionada que pequeños grupos han desatado, perjudicando severamente a trabajadores y familias, que por lo demás están con el movimiento social.

No obstante, quedarse solo con la estigmatización de la violencia, sin intentar entender sus motivaciones y causas, equivale a no haber asumido suficientemente la profundidad y radicalidad de lo que estamos viviendo. Hace ya más de 50 años que los obispos latinoamericanos en Medellín hablaron y denunciaron la violencia institucionalizada, la que ellos vinculaban con la injusticia social. Esto no ha sido ajeno a nuestra realidad en pleno siglo XXI.

Pero, lo más llamativo en este punto es que, a propósito del lugar central que se le da a la violencia en el escrito, paradojal y curiosamente no se hace mención alguna y de manera explícita, a la responsabilidad que le cabe al gobierno, dada su ineptitud,  frente a la crisis del Estado de derecho. Asimismo, el texto evidencia un tratamiento más que tibio sobre las violaciones a los derechos humanos que han tenido lugar.

Es muy triste y lamentable  constatar cómo, en los hechos y expresándolo inequívocamente a comienzos del punto 2, el documento se suma a la tesis del terror del gobierno, según la cual, la violencia “podría complotar” contra el plebiscito.

Finalmente, es preciso tener presente que los momentos y la situación del Chile 2020 son muy diferentes al de fines de los 80 y al mismo tiempo reafirmar que los consensos son tolerables hasta que uno no hipoteca o transa valores fundamentales en los que cree  y/o no termina por adaptarse a situaciones de franca injusticia social.

Los signos de los tiempos nos impelen, no a manipular o negar las diferencias sobre los proyectos de país, sino a objetivarlas y a solventarlas a través de una democracia  participativa y transparente.

En esto, el aprobar una nueva Constitución y con la opción convención constitucional, es un paso imprescindible.  

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