¿A qué le teme el ministro de Hacienda?

Transcurrido un plazo prudente he estimado pertinente expresar, públicamente, mi preocupación por el retraso que han sufrido en su tramitación los proyectos de ley de glaciares, como aquel que establece una reforma al Código de Aguas.

Aludiendo un error en el informe financiero, de responsabilidad del Gobierno, en el caso de glaciares, y jugando de manera muy particular con las urgencias, en el caso de la reforma en materia de aguas, se siguen acumulando semanas, mientras los informes que las comisiones técnicas han preparado, tras años de trabajo, esperan para ser debatidos en la sala de la Cámara de Diputados.

Coincidentemente, en paralelo, de manera pública y con notoriedad el gran empresariado pregona todo tipo de premoniciones fatalistas que acaecerán al país en el caso que estas reformas fuesen aprobadas y vieran la luz como leyes.

Lo anterior no tiene nada de extraño ya que, al fin y al cabo, pese a los compromisos internacionales adscritos por las distintas asociaciones de industrias en materia de responsabilidad social empresarial, gobernanza y sustentabilidad, a la hora de defender sus privilegios agachan la cabeza y embisten con argumentos básicos, arbitrarios y, muchas veces absurdos.

El verdadero problema se genera cuando quienes han sido elegidos con un mandato claro, explícito y transversal de la ciudadanía para modificar el estado de las cosas, entran en una inexcusable desidia o vacilan ante amenazas viejas y falaces de quienes están profitando de los males sociales.

La sociedad chilena es culta e informada y conoce perfectamente que nos enfrentamos a un fenómeno climático irreversible, de continuar este estado de cosas y que, además, golpeará con particular dureza a los ciudadanos comunes y corrientes.

Es esta misma sociedad la que frente a esta amenaza, real e inminente, ha mandato a sus representantes para mitigar al máximo los impactos que el Cambio Climático podría generar y, en especial, las afectaciones al uso y consumo humano del Agua.

Ahora bien, la presidenta Bachelet propuso dos herramientas simples y directas para, al menos, dar la posibilidad de que sea el Estado y sus leyes -y no el mercado desregulado- quien decida, en definitiva, como asignar este recurso y cómo evitar que se sigan destruyendo las escasas reservas de agua de que aun dispone el país.

Eso, ni más ni menos, es el contenido de la reforma al Código de Aguas y la Ley de Preservación de Glaciares.

En el primer caso, se establece la muy sensata idea de que, ante un bien que sabemos que cada vez será más escaso, su uso debe ser priorizado, esencialmente, para asegurar el consumo y saneamiento, presente y futuro, de los humanos y los ecosistemas que hacen posible su existencia.

En el segundo caso, se establece la protección y preservación de los glaciares y sus entornos, con el fin de que las actividades que realiza la sociedad no los afecten directa o indirectamente, para que así estos sigan siendo una fuente de agua y vida para los ecosistemas.

Estas ideas básicas han primado e informado todo el debate que durante casi 2 años han dado las Comisiones Técnicas del Congreso. Se ha escuchado, debatido y votado muchos matices en torno a estas ideas y solo resta que sea la Sala de la Cámara la que se pronuncie y despache el contenido final de estos proyectos de ley.

Llamo, entonces, al ministro de Hacienda y al Gobierno en general, a no ceder y menos creer las amenazas catastróficas para una posible reactivación económica que estas normas del más mínimo sentido común y transversalmente deseadas por la sociedad chilena pudieren provocar.

No está demás recordar que un discurso similar se esgrimió cuando se debatió la Ley de Bases del Medio Ambiente, cuando se dictó la Ley de Bosques, la Reforma a la Institucionalidad Ambiental o la norma sobre fundiciones.

Ni el país se hundió, ni la economía se devastó, ni la inversión o el trabajo desaparecieron.

Lo que sí ocurrió es que el país pudo estar, un poco más seguro, de que el futuro de los y las ciudadanas se encuentra a buen reguardo en las manos de las personas que ha elegido para dicho propósito, a través de otorgarle desde el parlamento algo de certeza jurídica ante un futuro incierto.

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