Ángela Jeria, el rostro de la serenidad y fortaleza ante el dolor

Muchas personas, y con justa razón, destacan el notable rol de Angela Jeria como madre de la presidenta Michelle Bachellet, antes, durante y después de sus dos gobiernos y sabemos del impresionante apoyo humano, político y moral que ella brindó a la única mujer presidenta de Chile en nuestra historia. Y eso ya es algo extraordinario y muy relevante en su trayectoria como madre y mujer.

Yo quiero referirme a otro aspecto. Quienes tuvimos el privilegio de conocerla más directamente y haber sostenido más de varias conversaciones con ella, sabemos también de su cordialidad y acogida.

Casi nunca se incomodaba, salvo contra las injusticias en donde afloraba toda su energía. Angela era de esas personas que hacía sentir que uno era único.

Así la conocí luego de su regreso del exilio con su familia cuando ella comenzó a colaborar en la Comisión Chilena de Derechos Humanos en diversas tareas y siempre contábamos con ella en diversos eventos de denuncia y promoción de tales Derechos. 

Yo coordinaba en esos años el Servicio Paz y Justicia, Serpaj-Chile. Entonces, era más o menos habitual verla, saludarla, conversar unos cuantos minutos en diversas campañas. Era una persona muy comprometida con la lucha por los DDHH y muy solidaria, y había vivido en carne propia lo indecible.

Su historia es conocida. Su esposo, el General Alberto Bachelet (Fuerza Área) era de los pocos militares constitucionalistas que tuvo una postura crítica ante el golpe militar. Había sido convocado por el presidente Allende para asumir la Dirección Nacional de Abastecimiento con la tarea de coordinar las políticas públicas que permitiesen que a muchas familias pobres de Chile se les garantizase el acceso a alimentos esenciales.

Durante el desarrollo del Golpe Militar, en septiembre de 1973, y por orden de sus propios camaradas generales, fue detenido y sometido a prisión y torturas, tanto por su negativa a sumarse al golpe y por ser considerado “traidor a la patria”. La forma violenta como fue tratado debilitó su organismo hasta el punto de causar su muerte. 

No hay dolor más grande que un ser querido, respetado y valorado en la familia militar, finalmente fuese tratado con la violencia extrema que ordenaron sus propios camaradas, varios de los cuales eran acogidos con cariño en visitas a la casa del malogrado General. La traición no era la señal de vida de Alberto Bachelet. Sí estaba enraizada en los altos mandos de la Fuerza Área y en sus torturadores. 

A poco tiempo de su violenta muerte, Angela debió resolver que la seguridad de su familia estaría mejor garantizada en el exterior y salió de Chile con sus hijos para asumir y sufrir un doloroso exilio. El dolor formó en ella un temple de convicciones y de extraña serenidad y con ello prepararse para el futuro. Al regresar a Chile, se integró de inmediato al movimiento de Derechos Humanos.

Nunca conocimos de ella, como de muchas víctimas de la violencia de la dictadura, una palabra de odio o de violencia en contra de los militares traidores que ordenaron la captura y tortura de su esposo. Siempre hizo confianza en la esquiva justicia que demoró años en investigar y sancionar a los responsables de las torturas. Su mirada y su palabra fue siempre de aliento hacia el futuro: ya veremos, probablemente, ése era su pensamiento. Y marchó con las víctimas, estuvo al lado de los que sufrían y siempre con su estampa sencilla, cordial y acogedora, pero firme y sólida ante las demandas de verdad y justicia.

Su legado permanecerá entre nosotros. Su rostro, su sonrisa y su apretón de manos siempre cariñoso, aún en las peores condiciones de la lucha por los DDHH en los difíciles años 80 y luego su lucidez política, su mirada sobre los acontecimientos de la transición democrática son una herencia que deja huellas profundas. 

En una ocasión, trabajando como asesor de gestión en la presidencia, en el primer gobierno de la presidenta, recuerdo que la visité en su sencillo departamento a fines del 2007 y en torno a un café conversamos diversos temas.

Y me preguntó sobre algunas materias que le interesaban, particularmente, en relación con la situación indígena. Me explayé lo mejor que pude y recuerdo que le dije entre otras materias, que sería formidable que se pudiese aprobar el Convenio 169, “ojalá en este gobierno”.

Me preguntó algunos detalles de lo que este Convenio significaba y luego seguimos con otros temas hasta que concluimos la charla y nos despedimos en esa ocasión. Luego vendrían otros momentos de encuentro en algunos eventos.

Semanas después, en marzo del 2008, la presidenta Bachelet solicitó al Congreso la ratificación del Convenio 169 y desplegó un intenso lobby para lograrlo. El Convenio, después de 18 años de paciente espera por parte de los Pueblos Indígenas de Chile, fue ratificado por el Congreso en marzo de ese año y rige hoy como Ley de la República.

¿Influyó en parte lo conversado con Angela? Probablemente. La presidenta ya había recibido también diversos informes y solicitudes de distintas organizaciones indígenas y otras entidades. Ella ya tenía presente este tema y era parte de sus diversas preocupaciones.

Por lo tanto, si Angela lo mencionó, aquello fue parte de sus tantas preocupaciones por Chile y seguramente así fue en muchos otros temas. Con el tiempo, probablemente, irán apareciendo testimonios que reflejarán el modo de ser de Angela Jeria: solidaria, acogedora, de ideas firmes y convicciones profundas y dotada de una lucidez política que, sin embargo, siempre supo administrar de manera reservada y con sello muy personal. 

Hay muchas iniciativas en Chile que llevan su sello. Su partida, a sus 93 años, viene a ser el resultado de una prolongada vida sencilla, sin oropeles, de recato auténtico y transparencia.

Forjadora de una familia que ha hecho historia en nuestro país, madre y abuela, que cargó sobre sí enormes dolores y sin embargo, siempre miró la vida y a Chile con espíritu de paz, de verdad y de justicia.

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