Autoexilio

Manuel Riesco
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Bruto finale. El ex-genio dorado de los “Hijos de Pinochet” ha comunicado su autoexilio alegando que le “duele Chile”, aparte de ciertos problemillas tributarios. Por estos mismos días el jefe del clan más poderoso ha hecho el ridículo en las “redes sociales” y otros se han quejado que nadie los quiere.

Uno de éstos, que desde sus tiempos mozos de conspirador golpista apadrinó al autoexiliado y hoy oficia de mandamás de la ex empresa pública que el ahijado agradecido le adjudicó al privatizarla, ha manifestado en lenguaje vulgar y agresivo su preocupación de lo que puede ocurrir si un aumento del desempleo hace estallar el descontento popular. El asunto es profundo.

Una élite ilegítima que pretendió eternizarse mediante la fuerza bruta y sus secuelas está avizorando su ocaso inevitable. ¿Qué les depara el destino? Ser reemplazados por la élite moderna que, incluyendo a muchos de sus propios hijos, es el resultado de un siglo de transformaciones sociales y hoy bulle dinámica e inquieta bajo la costra rentista que ellos representan y a ojos vista está siendo aventada por la poderosa marejada popular en ascenso.

La élite empresarial y social chilena, los “Hijos de Pinochet” como los bautizó un periodista talentoso, están experimentando por vez primera en carne propia el desprecio y rechazo generalizado de la ciudadanía. Siempre estuvo allí pero no les alcanzaba, amordazado por el temor y su aura de poder intocable alimentada constantemente por su monopolio de medios de comunicación. Sólo ahora empieza a manifestarse abiertamente y a veces en forma estridente.

Bien merecido lo tienen porque lo que hicieron tras el golpe militar es imperdonable. Recuperaron violentamente, por mano ajena promovida por una potencia extranjera, la hegemonía que sus padres y abuelos habían perdido del todo tras ejercerla con cierta legitimidad por más de un siglo. Nunca fueron una élite legítima, por lo cual pretendieron prolongarla principalmente mediante la fuerza bruta y sus secuelas, lo que no dura mucho tiempo como ahora están comprobando.

Los “Hijos de Pinochet” no son una élite legítima porque nunca han cumplido con los requisitos esenciales para ello, no han dado el ancho por así decirlo. No han satisfecho el requisito esencial de organizar la producción y reproducción social de la manera más avanzada que resulta posible en cada época histórica.

La mayor parte de sus ingresos no los obtienen de contratar masivamente la moderna mano de obra urbana que es el fruto de un siglo de transformaciones en el país, para producir bienes y servicios que se vendan en mercados competitivos, como hacen todas las élites modernas legítimas. Ellos obtienen la mayor parte los suyos de la renta de los riquísimos recursos naturales del territorio, que se han apropiado mayormente sin pagar un peso. Como si no les bastara, se coludieron para obtener cuasi rentas monopólicas en casi todos los demás mercados. Han orientado las políticas del Estado en función de sus intereses de rentistas, que no coinciden con los de los auténticos capitalistas ni la mayoría de la población.

No cumplen tampoco las normas morales esenciales que se exigen a todas las élites legítimas, a las que se consiente apropiar el excedente a condición que respeten escrupulosamente la parte del producto que los trabajadores necesitan para mantenerse  en condiciones dignas ellos y sus familias, incluidos sus viejos, y que destinen parte significativa del mismo a los asuntos del espíritu.

Los “Hijos de Pinochet” echan mano no sólo al excedente sino además a parte de los salarios, principalmente mediante intereses usurarios y el sistema de AFP, cuyo diseño es precisamente ese. Su triste legado educacional es haber reducido la proporción de estudiantes en todos los niveles y sistemas educacionales, públicos y privados, de tres millones sobre una población total de diez en 1973, a cuatro sobre una población de 17 millones en 2016, con la diferencia que ahora las familias deben pagar la mitad de la cuenta y la calidad deja mucho que desear.

Por ese motivo, los “Hijos de Pinochet” solo han logrado sostener su hegemonía en la violencia dictatorial y sus cicatrices de temor en la población, la que ha tolerado pacientemente un cuarto de siglo de democracia tutelada y corrompida mediante cohecho legal e ilegal. Ello está terminando en el curso del nuevo y poderoso ciclo de movilización popular que viene ascendiendo de modo geométrico desde hace una década.

Éste se acelera y potencia con las grandes corrientes globales que cambiaron de curso en la estela de la crisis económica de la década pasada en las economías desarrolladas. Su enorme ola recién ahora llega a nuestras costas, en la resaca del vuelo de capitales golondrinas regresando al Norte en lenta recuperación, que derrumba los precios de precios de materias primas, monedas, bolsas y otros “activos” especulativos, así como el endeudamiento empresarial en moneda dura, que su visita había hipertrofiado en el Sur.

El derretimiento del modelo chileno basado en la renta de materias primas y crédito abundante y barato llega en medio de la crisis generalizada del sistema político de Transición, presagiando la tormenta perfecta que asusta al ex conspirador golpista transmutado en mandamás arrogante y grosero de ex empresa  estatal privatizada.

La cosa se les pone color de hormiga y algunos deliran con enfrentarla del mismo modo que hicieron antes, despertando la bestia fascista extendiendo el temor en la población y promoviendo la crisis institucional. Varios lo han insinuado más o menos explícitamente, incluido el que acaba de hacer el ridículo en las “redes sociales”, donde se refirió ominosamente al futuro de la “convivencia cívica”. Si lo intentan les puede salir el tiro por la culata, porque el pueblo chileno y las fuerzas democráticas aprendieron las grandes lecciones de 1973.

Hoy saben que hay que desplegar con decisión la ofensiva cuando el ciclo de movilización va al alza y alcanza su auge, pero luego frenar en seco y pasar a la defensiva cuando, usualmente una vez que ha logrado sus objetivos principales, empieza a mostrar signos de cansancio.

Todas las fuerzas políticas democráticas aprendieron dolorosamente que su deber principal es aislar al demonio fascista y reprimirlo mediante la fuerza, de la ley en la medida de posible pero a palos si es necesario. Ojalá antes que adquiera mucha fuerza, pero aprendieron asimismo a derrotarlo en las peores condiciones imaginables. El pueblo chileno aprendió a cabalgar el centauro maquiavélico, a disputar la hegemonía usando no sólo la razón sino también la fuerza. De ese modo terminó con la dictadura.

El ocaso de los “Hijos de Pinochet” cursa cuando terminó la guerra fría y el enfrentamiento de potencias no se disfraza ya de guerra entre sistemas económicos alternativos. El programa de las fuerzas democráticas chilenas es en esencia similar al que acaban de adoptar oficialmente hasta ¡los jeques de Arabia Saudita! Terminar con la adición a la renta de los recursos naturales y basar un desarrollo más estable e inclusivo en la producción interna de valor agregado.

Claro que para ello es necesario terminar con la hegemonía de los jeques criollos, que aunque no usan turbante padecen de la misma adición. Hace medio siglo les resultó más fácil asustar a un sector del pueblo y conseguir poderosos aliados internacionales luchando supuestamente contra la “tiranía comunista”.

Hoy enfrentan una amplia coalición democrática con programa de reformas que se irá haciendo más decidido a medida que aumente la presión popular y sin duda pronto considerará renacionalizar los recursos naturales y terminar con la colusión en los demás mercados, además de terminar con las AFP, la usura financiera y otras formas de rapiñar los salarios. Sin embargo, dicha coalición se propone explícitamente estimular más que nada ¡la producción capitalista!

Por todas estas razones es probable que en el seno de la élite predominen aquellos, más razonables, que reconociendo la inevitabilidad de su ocaso adopten el mismo camino de transición pacífica que en Sudáfrica encabezó Federik de Klerk.

Allí, al igual que acá, una reducida élite segregada que había ejercido una hegemonía más o menos legítima sobre la abrumadora mayoría de la población, basada en la propiedad de la tierra ¡desde el siglo XV!, cuando la perdió frente al imparable princesa de urbanización pretendió prolongarla más allá de su tiempo mediante las viles leyes del Apertheid, promulgadas en 1948.

Al igual que los de acá, lograron extender su dominio mediante la fuerza por otro medio siglo, cubriéndose de oprobio mundial. Pero al final no les quedó otra que “dar un paso al costado”, como se dice ahora, y entregar las riendas de la sociedad a la nueva élite que surge dinámica e imparable, en todas las sociedades modernas. Otro tanto espera a los “Hijos de Pinochet”. Mientras antes lo comprendan, mejor.

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