Aylwin

Manuel Riesco
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El ex Presidente Patricio Aylwin ha fallecido ameritando el respeto que sobriamente le han manifestado sus conciudadanos. Fue uno de los grandes políticos chilenos del siglo veinte que, impulsados siempre desde abajo por periódicas irrupciones populares en los asuntos públicos, crearon y condujeron el Estado desarrollista que acompañó la mayor parte de la gran transformación del campesinado tradicional en la moderna fuerza de trabajo urbana que constituye la base esencial de la riqueza de las naciones, en cuerpo y espíritu.

Comparten el honor de haberlo logrado mediante formas singularmente pacíficas, democráticas y apegadas a la ley, la mayor parte del tiempo. Ello le valió a Chile el respeto de los pueblos del mundo, que expresaron su congoja y solidaridad ante el martirio del más grande de todos ellos y el único de estatura universal, Salvador Allende.

Aylwin pidió perdón al pueblo por haber contribuido no poco a agitar las aguas y abrir el boquete en las defensas por donde entró desbordado el tsunami reaccionario que barrió nuestra tierra por esos años, dejando una estela de destrucción que medio siglo después todavía no terminamos de reconstruir. En los inicios de esta obra Aylwin aportó sus manos expertas con humildad y sencillez. La reducción de su legado a lo que pretenden interesadamente muchos de quienes han hablado quizás demasiado por estos días de duelo oficial y mediático, no parece hacerle justicia.

Cuando el sistema político de transición que Aylwin inauguró vive sus últimos estertores en medio del desprestigio general, es bueno recordar la estatura y obra de los grandes políticos democráticos chilenos del siglo pasado, que él personificó.

Ellos encauzaron de manera constructiva, mediante grandes partidos y amplias coaliciones, las irrupciones populares de los años 1930, 1940 y 1950 y la mayor de todas, iniciada a mediados de los años 1960 y que se extendió hasta 1973, que mereció el título de Revolución Chilena.

Pero fue el hecho singular que todos estos acontecimientos cursaron de modo bastante pacífico, democrático y apegado a la ley, lo que ameritó que ésta, que tuvo lugar en un país pequeño y remoto, ascendiera al pedestal de las grandes revoluciones modernas y su conductor a figura política universal. Ese es el gran mérito de los políticos chilenos del siglo veinte, entre los cuales Patricio Aylwin ocupó un papel importante.

Desgraciadamente, la flexibilidad y experiencia del sistema político chileno no fue suficiente para contener el tsunami reaccionario que inevitablemente se levanta cada vez que un terremoto social y político mayor hace avanzar significativamente las placas que subyacen en el nivel tectónico de la sociedad. En ese momento Patricio Aylwin jugó un mal papel. Habrá que creerle cuando afirmó no haber conspirado en 1973, como dijo su digno e intachable camarada Renán Fuentealba. Pero es un hecho que, al igual que muchos en ese momento, cometió el más grave pecado que periódicamente tienta a los políticos: azuzar o cohonestar al mayor de los demonios que los seres humanos llevamos dentro, que en el siglo pasado tomó el nombre de fascismo.

Es diablo viejo que bien conocían y espoleaban de tanto en tanto reyes y señores de épocas pasadas cuando las cosas se les ponían color de hormiga. Es bien banal como dijo Hannah Arendt, la reacción agresiva de la turba asustada, siempre vil, cobarde cuando arremete contra indefensos chivos expiatorios, suicida cuando emprende guerras sin destino. Pero sólo esta época, cuyas turbulencias periódicas tornan a ratos insoportable la vida de millones, ha elevado algunas veces esa canalla, la hez de la sociedad, al poder de los Estados e industria modernos, desde donde han cobrado la vida de decenas de millones en el siglo pasado y pueden amenazar la sobrevivencia misma de la humanidad en el actual.

Con este demonio nunca se pueden tener contemplaciones porque no entiende de razones.Siempre resulta imperioso aislarlo y reprimirlo por la fuerza, del Estado y la ley en la medida de lo posible, pero a palos si es necesario. Jamás estimularlo nunca prestarle ropa. Es la regla de oro, la primera y más importante de la política democrática moderna.

La misma que olvidan una y otra vez políticos desalmados, financiados por grandes intereses económicos que se sienten amenazados o desean acumular todavía más riquezas, y lo despiertan pensando ingenuamente que lo van a poder controlar antes que se salga de madre. Promover este demonio en países que se consideran enemigos o que no se avienen a sus dictados forma parte de la política de Estado de las grandes potencias, como demostraron aquellas que lo prohijaron, respaldaron y financiaron en Chile. Esta regla no la conocían o la olvidaron muchos políticos chilenos de fines del siglo pasado, también Aylwin.

Con todo, la responsabilidad principal de la tragedia de 1973 no fue de Aylwin, ni siquiera de otros políticos locales que se portaron entonces mucho peor que él o su partido. Mucho menos, de los frenéticos o impacientes para quienes todo resulta siempre poco, los que abundan y molestan bastante en estas situaciones. Ni siquiera de las potencias extranjeras que intervinieron directamente e hicieron todo lo posible para provocarla. Ésta recae siempre en quienes conducen los procesos, los demás son datos, obstáculos conocidos con los que hay que contar.

Ciertamente no se trata de poner en un mismo plano con sus víctimas a quienes prohijaron o coquetearon con el fascismo y el golpe, para impedir o frenar los cambios o quizás con la ingenua idea que les iban a entregar el poder a ellos. A quienes se tomaron revancha de los miedos sufridos y profitaron obscenamente de la dictadura, con quienes los enfrentaron y sufrieron sus consecuencias por hacer lo que había que hacer. Al contrario, precisamente porque éstos se ubican en un plano histórico muchísimo más elevado crece también su responsabilidad histórica, de lo cual nadie tuvo mayor lucidez que Salvador Allende y en eso reside parte de su grandeza.

Por este motivo es necesario sacar las lecciones precisas de aquella tragedia para no repetirla nunca. Son fenómenos complejos que parecen una cosa vistos de un lado y algo muy distinto de otro. A mi parecer, la clave para comprender lo sucedido se encuentra en la ciencia política clásica, que descubrió los grandes ciclos de actividad política de las masas.

Se puede incidir sobre éstos en medida muy menor pero decisiva, si se logra desplegar enérgicamente la ofensiva durante su fase de ascenso y auge, adelantando las consignas de modo de representar sus anhelos y esperanzas y al mismo tiempo resolver los grandes problemas de cada momento, pero con igual o mayor decisión y enfrentando muchas veces el entusiasmo de los propios partidarios, saber frenar en seco, replegarse y pasar a la defensiva, cuando el ciclo subyacente inevitablemente empieza a mostrar síntomas de cansancio.

En mi opinión, la izquierda supo hacer lo primero extraordinariamente bien en los años 1960 y hasta marzo de 1973, pero no logró ponerse de acuerdo para dar el drástico giro necesario en ese momento. El mismo error se reiteró en 1987 cuando, tras una exitosa ofensiva de tres años en todos los terrenos, apoyada en la heroica Intifada del pueblo chileno en su hora más dura, puso en jaque a la dictadura y la obligó a negociar su término. Sin embargo, una división en su cúpula impidió dar a tiempo el giro que posiblemente habría impedido el aislamiento de algunos de sus partidos y la subordinación de otros y evitado el carácter tan conservador de la Transición.

Comprenderlas bien resulta imperioso cuando nuevamente se levanta una fuerte corriente de malestar popular que ha provocado una crisis del sistema político como no se veía desde los años 1980. No hay respuestas fáciles, pero es bien claro que la supuesta lección que le endilgan a Aylwin quienes se han apropiado de su legado en sus funerales no parece acertada. Se lo ha acusado de muchas cosas pero nunca de cretinismo político.

No puede decirse lo mismo de las conclusiones de muchos de sus exégetas de hoy, para quienes la gran enseñanza de 1973 es que las revoluciones constituyen una suerte de error, que incluso los cambios más grandes como la reforma agraria hay que hacerlos siempre por consenso, en la medida de lo posible, mediante el diálogo, los acuerdos, la moderación y todo aquello. La política parece funcionar de ese modo sólo en los periodos de calma chicha, que pueden durar a veces un par de décadas como el más reciente, pero nunca para siempre.

Aylwin era un político inteligente, sensato, experimentado, lúcido y tranquilo, que fue capaz de captar acertadamente los momentos muy diferentes que le correspondió vivir y actuó en correspondencia a cada uno de ellos. Otra cosa es que se haya equivocado de bando en el momento trágico que marcará su rol en la historia, como a todos los grandes políticos de su generación. Es verdad que sólo llegó a ser protagonista principal a los 70 años, en un período con el cual la historia probablemente no será más amable que lo que ha sido, digamos, con el Thermidor de la Revolución Francesa, de cuyos líderes no se acuerda nadie. 

Prefiero recordarlo como todo lo que fue. Como era un hombre honrado y bien intencionado además, me parece que pronto cayó en cuenta de su error trágico y dedicó el resto de su vida política a repararlo. Bien por él, por su partido y por todos.

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