Contratistas forestales pidiendo militares en el Sur

Hace una semana se produjeron dos ataques incendiarios en zonas rurales de La Araucanía. Ante ello, René Muñoz Klock,  gerente de la Asociación Gremial de Contratistas Forestales que operan entre las regiones del Maule y Los Ríos, reaccionó expresando la “preferencia” que tendría dicho gremio respecto a que sean los militares los que se hagan cargo de esta situación que se vive en la zona. Esto, según él, porque “están preparados para la guerra”. 

Este señor gerente, obviamente, desconoce el marco jurídico vigente en nuestro país, además de carecer de toda noción sobre las consideraciones e implicancias de hablar de guerra.

Respecto al errado uso del concepto “guerra” en la situación referida, vale la pena aclarar que, según el Derecho Internacional Humanitario - que se aplica a las situaciones de conflicto armado y cuya piedra angular son los Convenios de Ginebra y sus Protocolos adicionales -, los conflictos armados pueden ser, básicamente, internacionales o no internacionales.

Si hiciéramos un esfuerzo extremo por intentar comprender a qué se refiere el gerente Muñoz, tendríamos que suponer que él considera que en La Araucanía habría ¿un conflicto no internacional entre fuerzas gubernamentales y grupos armados no gubernamentales? o ¿entre esos grupos únicamente? Como sea, tal apelación es tan impertinente como descabellada, y no merece dedicarle más tiempo.

Respecto a la opción preferencial, del gremio, por incorporar a las Fuerzas Armadas en asuntos de seguridad pública, es necesario señalar que la Constitución chilena se encuentra entre aquellas que diferencian claramente las funciones de las fuerzas armadas y las funciones de las fuerzas de orden y seguridad pública, estando estas últimas integradas exclusivamente por Carabineros y la Policía de Investigaciones.

Al adoptarse esta norma primó la tesis que comprendía bajo el concepto de fuerza pública las funciones asociadas al mantenimiento del orden público y cumplimiento de las resoluciones de los poderes del Estado, tomando como referente la separación de funciones contenidas en la Constitución española de 1978.

En cuanto a las funciones de las fuerzas armadas, el artículo 101 de la Constitución de la República, señala que “Existen para la defensa de la patria y son esenciales para la seguridad nacional”; las que hacen referencia al campo bélico, a la integridad territorial y la soberanía del Estado, principalmente; también garantizan el orden institucional de la República, según agrega el artículo 1 de la Ley orgánica de las FFAA.

A mayor abundamiento, el Libro de la Defensa Nacional de 2010 reconoce que la función de defensa es distinta de la función de “orden” público, donde la primera se orienta a la seguridad exterior y la segunda a la seguridad interna. Tratándose de la seguridad interna contribuye a la política de orden público y seguridad interior, pero la participación directa en estas materias ocurre sólo en caso de estados de excepción (art. 39 de la Constitución). En caso de catástrofe, la política de defensa considera su apoyo.

Por su parte, las Fuerzas de Orden y Seguridad Pública “existen para dar eficacia al derecho, garantizar el orden público y la seguridad pública interior, en la forma que lo determinen sus respectivas leyes orgánicas” (artículo 101 de la Constitución).

El dar eficacia al derecho, refiere al auxilio que deben dar a los tribunales para el cumplimiento de sus resoluciones. En cuanto a “garantizar el orden público y la seguridad pública interior”, le corresponde a las policías prevenir y reprimir la delincuencia, mantener el orden público cuando se vea alterado por actos delictuales que vulneran la tranquilidad y/o causan alarma pública, reprimir actos que alteran el orden y la tranquilidad interior poniendo en peligro el orden jurídico general y la existencia misma del Estado.

Entonces, considerando el marco jurídico vigente, en Chile no es posible pensar en unas fuerzas armadas participando en tareas de seguridad interior.

Distinta es la situación en otros escenarios que demanden capacidades que no son estrictamente militares, como las operaciones de paz o la participación en situaciones de catástrofes o desastres naturales, consideradas en el marco jurídico y la doctrina de la defensa, y donde Chile tiene una práctica de larga data.

Hay un riesgo cierto para la democracia cuando se militariza la seguridad pública. Suficiente experiencia hay ya en Latinoamérica, que muestra los tremendos costos que esto conlleva: el deterioro alarmante en materia de derechos humanos, el recrudecimiento de la violencia, y nulos resultados en el mejoramiento de la seguridad.

Basta mirar, por ejemplo, el fracaso de la guerra contra el narco, declarada por el ex Presidente Calderón en México, donde aumentaron los homicidios - incluyendo personas inocentes, periodistas, alcaldes, policías, soldados -, las desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias, tortura, ejecuciones extrajudiciales, etc.

Entre 2006 y 2009, se presentaron más de cuatro mil quejas contra el ejército ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos, equivalente a un aumento de 500% en relación con el gobierno anterior. Considerando que los soldados no están entrenados para las tareas policiales sino para neutralizar al enemigo, el hecho que se cometan abusos es poco sorprendente.

En el sexenio de Calderón la cifra de decesos fluctúa entre los 47.500, según el gobierno federal, y 71.000, según los organismos civiles y medios de información independientes.

El incremento en los niveles de violencia tuvo también un efecto negativo en los índices de aprobación del Presidente y fue catalizador de movimientos ciudadanos demandando formas no violentas para confrontar el crimen organizado.

Otro ejemplo es la situación en Brasil, donde hoy, luego de poco más de un mes de cumplirse la intervención federal que dejó en manos del Ejército el control de la seguridad en Río de Janeiro,  las escenas de violencia que se han sucedido han sido calificadas como una plaga  que va dejando muertos entre tiroteos y asaltos.

Esta medida excepcional ha alarmado incluso al Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, quien expresó su preocupación al respecto y urgió al Gobierno brasileño a que sus políticas de seguridad respeten los estándares de derechos humanos.

Las dos experiencias señaladas sólo buscan mostrar las graves consecuencias de militarizar la seguridad pública.

En ningún caso suponen - ni remotamente - comparar la situación en La Araucanía con esos contextos. Debe evitarse banalizar situaciones complejas siguiendo una lógica simplista, irresponsable y al margen de la norma.

Quienes consideran que los militares serían más eficientes por su mayor disposición al uso de la fuerza extrema y las armas, deben comprender que se trata de un remedio que, definitivamente, agrava la enfermedad.

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