Cuando un intelectual agota

Siempre he pensado que Carlos Peña es uno de los intelectuales más brillantes de nuestro país. Sin embargo, este último tiempo pareciera haber entrado en una dinámica en que, a propósito de su varias veces usado concepto de las “pulsiones”, una fuerza lo ha empujado a realizar acciones, en este caso escribir columnas y análisis, que han respondido a alguna tensión interna, que me atrevo a identificar con no soportar el  haberse equivocado en sus posiciones y tesis, insistiendo una y otra vez en lo mismo. 

Después de leer una de sus columnas más reciente en El Mercurio, titulada “El debate de estos días”, cuya línea argumental está en plena sintonía con otras anteriores y con algunas intervenciones en televisión, con franqueza y para decirlo en lenguaje coloquial, sus contenidos me han resultado cansadores y claramente insuficientes, omitiendo variables y énfasis que me resultan muy extraño en él. 

Bajo el supuesto de que una algo arrogante y cansadora cita de autores (definitivamente exagerada para una columna de diario) les otorgan más legitimidad a sus dichos y hacen más incuestionable su texto, Peña lleva a cabo una evaluación de lo que ocurre actualmente en la sociedad chilena, para posteriormente emprenderla contra la exigencia de cambiar la Constitución vía Asamblea Constituyente, como paso esencial en la búsqueda de solucionar los problemas del país. 

Su análisis, en gran parte reiterativo, me parece equívoco y sesgado. 

Es equívoco y sesgado porque ni los grupos medios ni los jóvenes son los actores sociales fundamentales de la crisis y convulsión social, cuestión que, aunque el profesor Peña intenta relativizar dentro de “una amplia gama de respuestas posibles” como dice, resulta claro la importancia crucial que tanto en este artículo como en otros les ha otorgado, convirtiéndolos en una suerte de sujetos históricos preferentes de lo acaecido en el país.

No obstante, el tema es algo más complejo y por cierto va muchísimo más allá de los actores mencionados.

Lo que ha evidenciado el conflicto que se manifiesta en nuestra sociedad, es que estamos, en rigor, ante un movimiento social con las características clásicas de informalidad, heterogeneidad de sus participantes y claras diferencias identitarias entre ellos.

En la expresión ciudadana de las últimas semanas, convergen todos los estratos sociales y diferentes grupos etarios y sectoriales, siendo el elemento y leit motiv que los une, el terminar y modificar sustancialmente la situación actual (en el lenguaje popular, terminar con los abusos), esto es, llevar a cabo un cambio social real y profundo en la sociedad chilena. 

Los nuevos grupos medios, que el neoliberalismo suele indicar como una demostración de lo exitoso de la política del “chorreo” y que a juicio de Peña se ubican en el centro del problema, en primer lugar, no han accedido a ningún bienestar, ya que éste no consiste, como pareciera desprenderse de lo señalado en el artículo en comento, en la mera expansión del consumo, sino que en participar de los beneficios de la sociedad de manera de tener una vida humana, llevar a cabo sus proyectos personales y constatar que se tienen cubiertas las necesidades básicas.

Además, en la estratificación social actual del país, el tan mentado sector medio corresponde a un estrato “mentiroso”, dado que la supuesta movilidad social vía consumo, se lleva a cabo bajo el expediente de deudas en tarjetas de crédito y otros similares y con ingresos claramente inferiores a sus compromisos de endeudamiento, con todas las implicancias y fragilidad que esto significa para su mantención de status. 

Llama la atención cuando Carlos Peña se formula la pregunta de “por qué ocurrió” esta convulsión social, la absoluta omisión que hace de la adhesión al movimiento y del rol activo jugado a lo largo del país por parte de los estratos más bajos, los que están compuestos por trabajadores manuales con y sin calificación, más pequeños propietarios y trabajadores agrícolas, los que en conjunto son el 47% de la población laboral activa. 

Por lo tanto, la crítica y conflictiva situación que enfrenta la sociedad chilena, que ha dado lugar al movimiento social ya mencionado, no se explica por el temor que los grupos medios tienen a “las flechas del destino” (vejez y enfermedad), como expresa Peña citando a Shakespeare, ni por “la anomia de las nuevas generaciones” y “un deterioro del principio de realidad” de los jóvenes. Definitivamente, se está en presencia de factores y variables infinitamente más importantes y diversas que devienen en ser las condicionantes que afectan y han movilizado transversal e intergeneracionalmente a la ciudadanía, con presencia de todos los estratos sociales y con una diversidad religiosa, étnica y sexual. Concretamente, nos referimos a la  frustración y agresión que siente la gente por la cesantía, el trabajo inestable, los salarios miserables, la desproporcionada concentración de la riqueza, la educación mercantilizada, las exclusiones, la carestía de la vida, la escasa sindicalización, la falta de formación técnica, la salud precaria, una previsión social vergonzosa, en fin, en una palabra, el desdén más absoluto por la justicia social. 

Creo además pertinente en este punto recordar que, diferentes observadores de las democracias de nuestros tiempos, han podido constatar que las protestas y reivindicaciones ciudadanas rara vez siguen los caminos institucionales, por el contrario, ellas son tremendamente espontáneas, con cierta distancia de los partidos políticos y con un claro intento de auto-representación ciudadana. 

La afirmación tan taxativa y con tono de certeza que hace el columnista de que “no es de extrañar que parte del malestar se haya dirigido contra la figura de Sebastián Piñera.

La de Presidente (lo saben los psicoanalistas) es la figura transferencial por excelencia. En ella, fuera quien fuera que esté allí, se personifica el malestar”, en definitiva, es solo una hipótesis, a la que puede contraponerse otra tanto o más plausible, cual es, de que no es baladí quien sea la persona del Presidente para concentrar más o menos el descontento. A mi juicio, otra figura presidencial bien podría no haber sido el blanco del malestar. 

Respecto al cambio en la Constitución y la posible Asamblea Constituyente, Peña nuevamente aborda el problema con omisiones y sesgos. 

Nunca nadie ha dicho que una nueva Constitución sea la solución a los gravísimos problemas que enfrenta el país. Lo que sí pensamos algunos, desde hace ya algún tiempo, es que ello sí es una condición necesaria (no suficiente) para implementar las transformaciones que nuestra sociedad demanda con premura. 

Cualquier analista de la realidad chilena actual debería estar de acuerdo en que nuestra arquitectura político-institucional, tal vez válida y funcional para la primera década de la transición, ha ido quedando obsoleta en muchos aspectos y, a modo de círculo vicioso, se instala como un obstáculo para las transformaciones demandadas hoy por la inmensa mayoría de los ciudadanos.

¿Cómo puede una sociedad aspirar democráticamente a cambiar las normas que regulan su funcionamiento y dar paso a una imprescindible participación de sus miembros en la construcción de su destino, cuando aún existen leyes orgánicas constitucionales aprobadas por una dictadura y que requieren quórum de 4/7 para ser cambiadas?

¿O el profesor Peña cree que es saludable para nuestra democracia que el Tribunal Constitucional se haya convertido en otro poder legislativo del país y haya distorsionado o definitivamente declarado inconstitucional aspectos tan fundamentales como la refoma laboral en relación a la titularidad sindical, la reforma educacional en su referencia al lucro en las Universidades y el otorgarle potestades especiales al SERNAC? 

Sostener que el cambio en la Constitución y una Asamblea Constituyente son “una fantasía compensatoria que podría causar peores frustraciones que las que hoy asoman como fantasmas de la vida colectiva”  o pensar que se le atribuyen “poderes demiúrgicos (poderes supremos y creadores ) a las reglas o a la asamblea dedicada a debatirla”, como señala Carlos Peña, es una típica posición y alegato de quienes ven en las transformaciones y cambios sociales un peligro y amenaza, a la vez que auguran un riesgo muy alto de exponer a la sociedad a  que se pierda todo lo que se tiene y/o a lograr exactamente lo contrario de lo que se quiere. 

Sin embargo, la experiencia histórica indica lo contrario, tal cual ha sido comentado en estos días, al recordar cómo en diferentes países del mundo (que no son Venezuela ni Cuba para mitigar las ansiedades y miedos de muchos) se han llevado a cabo Asambleas Constituyentes que han resultado muy exitosas y positivas. Entre otros, los casos de Noruega, Finlandia, hace pocos años Islandia y por cierto los casos de Brasil el 88 y Colombia el 91. 

En marzo del 2015, el relator especial de Naciones Unidas sobre extrema pobreza y derechos humanos, Philip Alston, en relación a la situación chilena expresó, “La actual Constitución de Chile contiene algunas disposiciones sobre derechos sociales relativos a salud, educación y seguridad social, pero, las formulaciones en general no están conformes con los estándares internacionales y los métodos previstos para su implementación son relativamente imprecisos y no habilitantes”. 

Una nueva Constitución permitirá cambiar no solamente un derecho de propiedad abusivo sobre bienes de todos los chilenos, sino también un principio subsidiario hegemónico instalado desde la Constitución de 1980, en que lo social (salud, educación, seguridad social) es un tema individual y de responsabilidad de cada uno, a la vez que el Estado es marginado, se abstiene, “se lava las manos” y se ocupa solo vía asistencial.

Esta concepción de la subsidariedad, que es otro de los valores que el neoliberalismo ha socializado y difundido en el país, olvida y no considera la lectura y concepción positiva de dicho principio, el que va íntimamente ligado y mandatado por el principio de solidaridad, que enfatiza la actuación directa del Estado para garantizar los derechos que exige una vida acorde con la dignidad de la persona humana. 

La Asamblea Constituyente es, precisamente, una de las maneras de establecer eso de lo que todos hablan, un contrato social.

En el entendido, repito, que no es la solución, pero sí condiciona lo que puedo o no puedo hacer políticamente, los derechos y deberes de los ciudadanos, la necesaria vinculación y sinergia entre Estado y empresarios y entre la sociedad civil y los partidos políticos y, por cierto, algo esencial en nuestro país: cambiar el eje económico céntrico hacia el político céntrico.

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