El año que vivimos en peligro

Fue el título de una célebre película a comienzos de los años ´80. El nombre podría ser recordado para evocar las vivencias del año en curso. Luego vendrán ya los efectos de toda índole, de esta irrupción de lo real que no pudo ser subsumido ni atrapado. Donde, en el caso de nuestra subjetividad, no han sido nuestras anomalías personales la causa de nuestros padecimientos, sino más bien la realidad misma la que, más que nunca, no funcionó y operó en forma patológica.

Fuimos espectadores de un verdadero acontecimiento como lo describe Alan Badiou. Un quiebre situacional que no permite la transmisión de sentido, provocando una carencia entre verdad y saber.

Una carencia vivida como un abismo sin fondo, como falta de fundamentación última, al cual las sociedades con esfuerzo logran remendar, al alero de distintas significaciones e imaginarios sociales. Cuando eso falla, como ahora, emerge la angustia.

Por lo demás, a propósito de lo actual, esa es una de las causas de todo racismo y discriminación: el miedo o repudio al otro diferente como expresión de la propia fragilidad, ante nuestra ilusión ortopédica de identidad y significación.

No obstante lo anterior, terminaremos por ir olvidando lo más rápido posible lo vivido. Los efectos, con diversa sintomatología, de la patología de lo disruptivo, irán borrando las huellas de su origen. Nuestros mecanismos de defensas, represión, escisión o renegación harán de esta presente realidad un recuerdo lo más pálido posible. Encapsulando en algunos de nuestros ritos o conmemoraciones los tristes recuerdos colectivos. Después de todo, no es fácil vivir en las orillas de nuestra vulnerabilidad tanto existencial como biológica.

Junto con ello, también olvidaremos todas aquellas certezas que hoy nos parecen tan evidentes. Entre ellas la irrenunciable interdependencia entre unos y otros, que hace posible tanto nuestra existencia como nuestro bienestar. Como aquel, que estuvo en una situación límite y descubre un nuevo sentido de ser, pero que luego de superarla, va extinguiendo ese impulso, volviendo a ser lo que, más o menos, siempre fue.

No obstante y felizmente, tenemos algunas oportunidades como país para no olvidar tan fácilmente, sin sacar algunas lecciones. Y no dejar todo solo para los siempre necesarios ritos y conmemoraciones.

Una es el plebiscito próximo de octubre, que trata en definitiva sobre nuestra con-vivencia. Que permita desplazar la peligrosa ilusión, hoy pulverizada pero sostenida ideológicamente, de la mera vida individual y privada, por una que posibilite un lazo social que nos sostenga en lo colectivo y lo público, dando origen a un pacto deliberado, como lo es una nueva Constitución

¿Cómo nos gustaría poder enfrentar próximos posibles acontecimientos?, puede ser una pregunta que anime la reflexión práctica. El estímulo a participar en esa instancia, debiese ser impulsado por todos, casi como una medida de auto cuidado, tal cual hoy lo hacemos con el uso de mascarillas y lavado de manos.

Y también otra oportunidad posteriormente, pero no muy lejano tampoco, será el esfuerzo en torno a lo programático para el nuevo ciclo.

¿Qué puede ser acaso, un importante antídoto contra un pronto olvido de lo vivido colectivamente en la pandemia? Por una parte, para no moralizar la vida política en busca de liderazgos salvadores como sucedáneos de propuestas de sentidos y horizontes y por otra, junto con el plebiscito, para no olvidar la fragilidad que la pandemia nos desnudó como Estado y como país.

De  esta manera podremos superar lo traumático de lo vivido, por un vivenciar, que no se coagula en el olvido, sino por su capacidad de transformación, y desarrollar acordes respuestas frente a nuestras inherentes vulnerabilidades.

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