El coraje de hacer los cambios II

El veloz desarrollo de las tecnologías de la información ha provocado un cambio de época, que ha tenido a los ciudadanos como principales protagonistas, más empoderados, más informados y más exigentes. Lo llamativo de esta era es que debe ser la primera vez en que la gente, sin la mediación de un líder, sino mediante la interacción en las nuevas tecnologías de la información, desafía abiertamente el poder político y el modelo de desarrollo.

Hoy las aplicaciones conocidas y por conocer de este universo sin barreras que es el mundo de Internet le ofrecen a los ciudadanos una tribuna para juzgar, opinar, aplaudir, condenar y también crear o destruir liderazgos. En otras palabras, las personas como nunca antes tienen poder y cada vez más creciente. Me atrevo a decir que es una nueva expresión de democracia: la democracia de la opinión pública, en la que los ciudadanos compiten con las instituciones democráticas, dejando en evidencia la precariedad de estas últimas, para dar respuesta a las nuevas exigencias  de la sociedad que se organiza.

En este contexto, los gobiernos, los parlamentos y los partidos no han estado a la altura de las transformaciones que han ocurrido en las formas de vida y relación social. No han entendido que se les acabó el monopolio y que hoy las expectativas de la gente son mayores y que no sólo no están dispuestos a seguir aceptando una función política mediocre y distante, sino que también lo van a denunciar y van a exigir cambios.

Esto no significa que los partidos y demás instituciones democráticas no sigan siendo importantes. De hecho han sido y deben seguir siendo las columnas vertebrales del sistema democrático. Lo que pasa es que no pueden seguir actuando como hoy lo hacen, centrando su actividad sólo en el acceso al poder y en cómo mantenerlo. La política también desarrolla ideas, proyectos de futuro y trabaja por el bien común, inserta en la comunidad y cumpliendo con el mandato del pueblo.

Se trata de que la democracia representativa sea más abierta, capaz de acoger y resolver las inquietudes y problemas de los ciudadanos. En este sentido, el reto de los actores políticos es adecuarse a estos nuevos fenómenos, involucrándose en ellos y representándolos ahora desde la cercanía y la horizontalidad y no desde el privilegio y la jerarquía. Priorizando estándares éticos no transables, desde la verdad y la justicia.

Por el contrario, los ciudadanos sienten que quienes se suponen son sus representantes no velan por sus intereses. El tipo de organización de los partidos, así como sus modelos de liderazgo, sus prácticas poco transparentes, elitistas y autorreferenciales de trabajo, no se ajustan a lo que la gente espera.

Debemos añadir que en nuestra democracia aún existen fallas importantes en los modos de representación, escasa competencia, poca participación, excesivo centralismo, exclusiones y vetos. En nuestra historia reciente, los liderazgos que marcaron el retorno a la democracia mostraron un estilo consecuente con los valores y principios democráticos, como pilares fundamentales del quehacer político. Así se entiende la buena política. Confío que esa senda es perfectamente posible continuar, con las nuevas generaciones que opten por esta noble tarea.

La democracia no es sólo procedimientos, sino también resultados. Los ciudadanos esperan de sus democracias mucho más que ir a votar cada cierto tiempo y el reconocimiento de un conjunto de libertades y derechos. Además, esperan de ella bienestar social, seguridad, nuevas oportunidades, igualdad y mayor participación.

Como bien lo dijo la Presidenta Bachelet en su reciente intervención en la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas, en Nueva York, “el malestar de los ciudadanos es expresión de una desilusión. De la promesa de desarrollo que anhelan, y por el que han luchado con esfuerzo, pero que aún no llega para ellos. Así nos están mostrando que en sus vidas cotidianas, en sus lugares de trabajo, en las escuelas de sus hijos, en la salud de sus familias, en la seguridad de sus ciudades, en las pensiones de sus padres y madres, y en la relación entre hombres y mujeres, los efectos negativos del desarrollo inequitativo siguen presentes”.

Este es el choque de visiones que tenemos hoy en Chile. Entonces, no es raro que genere resistencia un gobierno, cuya líder pone en el centro de su gestión mejorar la representatividad política; reemplazar una Constitución nacida en dictadura por una genuinamente democrática para el Chile de hoy y del futuro; transparentar las zonas oscuras de la política y de los partidos; aumentar la participación de la mujer en la política; permitir que los ciudadanos puedan elegir a su intendente y abrir la participación electoral a los chilenos que residen en el extranjero, entre otras iniciativas.

Son cambios demasiado radicales para una élite que no quiere cambios que involucren pérdida de privilegios y que no se ha dado cuenta que hoy la sociedad no cree por lo que se dice, sino por la forma en que se actúa. O quizá se ha dado cuenta, pero prefiere no reconocerlo para seguir mirando desde arriba.

Cuando la Presidenta en su paya dieciochera le dice al país “brindo por el Chile del mañana, la nación soberana que hoy día apuesta al futuro, porque aunque salga duro ponerse de acuerdo, hay que buscarle acomodo, sin mirar tanto la encuesta. Que acá la única respuesta se construye codo a codo”, lo que está haciendo es que la política debe necesariamente involucrar un propósito y un destino, y que se requiere convicción para hacer los cambios que el país necesita.

Por eso es que los opositores a Bachelet y muchos de los que dicen ser sus partidarios, pero que actúan como si estuvieran en la oposición, buscan diluir su presencia de la agenda pública.

Y es que saben que llegado el momento, con la perfectibilidad necesaria de todas sus reformas, su liderazgo tendrá el reconocimiento de la sociedad en su conjunto. Y el lugar que se merece en la historia.

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