El derecho a pensar distinto

Se ha anunciado que el Gobierno propondrá reponer la figura de la “orden de partido”, a propósito de la reforma legal para garantizar una mayor transparencia en las colectividades.


El simple anuncio de esta iniciativa generó reacciones a favor y en contra.  Los primeros porque creen que la solución a los problemas políticos de un país es la protección de los partidos, para que estos puedan actuar sin mayores contrapesos, y eso incluye naturalmente que no puedan surgir los llamados díscolos, es decir los parlamentarios que actúan con libertad respecto a las colectividades.


Como contraparte, están quienes creen que los partidos políticos se encuentran obsoletos en el momento político actual que atraviesa el mundo occidental, y que la única posibilidad de supervivencia que tienen es adaptar una mayor flexibilidad.


Si bien es cierto que tanto el ingreso como la renuncia a los partidos son completamente voluntarios, hay que apuntar que la misma legislación deja peores posibilidades de elección a quienes compiten desde la independencia.  La suma de los dos elementos significa asegurar que el Parlamento esté integrado preferentemente por militantes de partidos y, si se aprueba la idea del Gobierno, de manera directa por los partidos.


La pregunta que hay que hacerse entonces es si un país funciona mejor con un sistema de partidos fuerte o si resulta mejor permitir la participación de parlamentarios ajenos al ámbito de influencia de estos.


Hay que enfatizar que estos independientes no son los que reniegan de la política, repitiendo viejos slogans que buscaban asociar a esta actividad con una especie de engendro diabólico, sino de quienes tienen una estructura mental de raciocinio libre de un contexto doctrinario determinado por la pertenencia a un partido y que, en la mayoría de los casos, se relacionan con corrientes filosóficas del siglo pasado e incluso del antepasado.


En momentos en los que los políticos tienen una mala evaluación ciudadana (3 por ciento de confianza en la última encuesta CEP de abril), resulta evidente que fortalecer los partidos no tendrá una recepción positiva por parte de la opinión pública.


¿Se refuerza de esta manera la percepción respecto de la indolencia de los partidos en relación a las necesidades de un país?   Se entiende que hay una apuesta a favor de lo que han sido desde los inicios las únicas instituciones para expresar y canalizar las distintas visiones respecto de la forma de ordenar la sociedad.  Se entiende también que, ante problemas nuevos, la tendencia prevalente sea la de actuar con recetas viejas.


Es evidente que el sistema de partidos políticos se siente amenazado por una ciudadanía empoderada que tiene una mayor capacidad para organizarse en la consecución de propósitos específicos pero que, como  contrapartida, no ofrece una visión amplia del tipo de sociedad que se propone, mientras los partidos sí cumplen con esta habilidad pero tienden a ser más lentos en la solución de problemas puntuales.


La pregunta de estos tiempos es si la tendencia a la atomización de las demandas colectivas jugará en contra del rol histórico de los partidos y si las personas tendrán éxito en la apuesta de organizarse sólo para asuntos precisos, o si los partidos podrán superar estos nuevos desafíos.


Sin embargo, y si se acepta que el mundo político se mueve de una manera distinta, resultaría más conveniente buscar fórmulas creativas y, en vez de reprimir la disidencia al interior de los partidos, permitir que las diferencias se expresen y aceptar que los acuerdos tienen que ser más amplios que la voluntad de las directivas partidarias, así como fomentar una mejor manera de establecer asociaciones entre los partidos y la sociedad.

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