El estallido y la nueva Constitución

Hace 22 meses, con ocasión del triunfo electoral del centro-derechista Sebastián Piñera en las elecciones presidenciales de 2017, me pregunté si acaso vivíamos realmente un “momento constituyente”, como muchos lo pesábamos desde las movilizaciones sociales de 2011. O si más bien se trataba de una “ilusión constituyente”, y si esta segunda victoria conservadora no fue un “balde de agua fría” para quienes soñábamos con cambiar la actual Constitución de 1980, que fue impuesta por una dictadura cívico-militar a través de un fraude electoral. 

En 2011, bajo el primer gobierno conservador de Piñera y en pleno escenario de masivas protestas estudiantiles, fundamentalmente por el todavía no resuelto problema del acceso a la educación, muchos concluíamos lo que parecía lógico. A saber, que las reglas de la variante “neoliberal” de capitalismo, impuesta durante la dictadura, estaban generando una “crisis de representatividad”. 

Crisis de representatividad no sólo respecto de la abucheada “clase política civil”, sino respecto de una institucionalidad que, a todas luces, resultaba inidónea para resolver la “cuestión social”. 

¿Cómo obligar a los agentes “privados-oferentes” a proteger “socialmente” a sus “consumidores-demandantes” dentro de su propio negocio de educación, salud, vivienda o previsión social (AFP)?

¿Cómo hacer que el gobierno del Estado jugara un rol más protector, si la Constitución apenas le permite actuar como ente “subsidiario” del preponderante gobierno privado? 

Fue por ello que varios analistas de centro-izquierda concluyeron que los cambios o ajustes institucionales implicaban cambiar la Constitución vigente por otra que permitiera, o al menos no impidiera, tales transformaciones o modificaciones en la esfera económica y social del poder.

No se trataba de sustituir al capitalismo por un sistema estatal, que tanto aterra a los tecnócratas neoconservadores, sino convertir esta variante “neoliberal” de capitalismo en otra que fuese más compatible con el bienestar social. 

De ahí que muchos pensábamos que vivíamos en un “momento constituyente”, y que el segundo gobierno de centro-izquierda de Michelle Bachelet, elegido en 2013, sería el promotor de aquel “proceso constituyente” que Chile tanto necesitaba. ¿Bajo qué mecanismo? Si asamblea o convención constituyente, sería una cuestión que se votaría en el Congreso. 

Sin embargo, el rechazo ciudadano a su ambiguo y malogrado proyecto de reformas sociales, que en nada alteraba la sustancia de esta variante “neoliberal”, sumado a las crecientes denuncias de corrupción en contra de la clase política en su conjunto y a la división de la izquierda, facilitó una nueva victoria conservadora en menos de 30 años desde que recuperamos el régimen democrático. 

Hoy, en cambio, ha sido una auténtica “marea de fuego” la que ha hecho cenizas la “ilusión deconstituyente” de la derecha chilena.

Porque desde la tarde del viernes 18 de octubre, hemos asistido a un estallido o “reventón” social, que ha puesto de rodillas al gobierno, a los políticos y a sus respectivos partidos, a las fuerzas armadas y de orden, a las grandes empresas nacionales, a la masa consumidora y, en general, a todos los centros de poder en Chile. 

Ni los actos vandálicos de violencia civil, ni el Estado de Emergencia decretado por el gobierno, ni los militares armados en las calles, ni los carabineros con vestimenta y armamento militar, ni las recientes violaciones a los derechos humanos logran imponer el miedo a esta masiva y pacífica ola de protesta social, que ha repletado las calles, que se ha prolongado por más de dos semanas y en la que se oye el clamor por una Nueva Constitución. 

A tal punto, que la Cámara de Diputados aprobó, por mayoría de sus miembros, la idea de legislar una reforma constitucional, que por primera vez abriría paso a un proceso constituyente o de cambio constitucional, con mejores estándares de garantía y protección de los derechos fundamentales, tanto civiles y políticos como sociales, culturales y económicos. 

En suma, ha sido este estallido social el que nuevamente nos ha abierto la posibilidad de un proceso constituyente, que marcaría el fin de lo que ha sido, en palabras de Pisarello, este “largo Termidor deconstituyente y desdemocratizador” de la derecha chilena, iniciado con el sanguinario golpe militar del 11 de septiembre de 1973. 

Ahora bien, ¿cómo debiera ser la Nueva Constitución nacida de este proceso constituyente y democratizador? 

Desde la óptica del moderno Estado democrático de Derecho occidental, las constituciones nunca fueron pensadas para estructurar modelos de organización social, sino para servir de instrumentos de convivencia social. La Constitución, como alguna vez lo recordó un célebre jurista chileno, “no es un programa de gobierno, es una norma común de convivencia”. 

En consecuencia, el proyecto de una nueva Constitución no debe ser enfocado como un proyecto refundacional revanchista, sino como un conjunto de principios fundamentales que garanticen los derechos y deberes más básicos e inviolables de la persona humana (derechos humanos y garantías procesales), y aquellas reglas mínimas que definan y delimiten los poderes públicos y las funciones públicas (Estado constitucional y democrático). 

Y la garantía de un Estado protector de los derechos sociales, en vez de “subsidiario” como el que impone “per se” la Carta de 1980, debe provenir no de la Constitución sino de la deliberación pública, y sólo si se gana en el debate político, deberá instituirse por medio normas de rango legal en virtud de una Ley Fundamental de textura abierta y sin “techo ideológico”, flexible a las transformaciones sociales, culturales y económicas. 

Cierto es que las constituciones no son jurídicas sino esencialmente políticas. Pero ese contenido político no es una política ideológica, que pretenda modelar la sociedad hacia unos fines preestablecidos de felicidad y justicia, sino una política constitucional entendida como arte de convivir.

Esto es un “modus vivendi” por medio del cual los distintos individuos y colectividades cuenten con unas mismas precondiciones que a cada cual le permita elegir libremente sus propias formas o experiencias de vida. 

Por ello, el nuevo código político debe ser abierto al mayor campo de acción posible de deliberación política y civil entre los diversos grupos de interés y, por cierto, de las decisiones mayoritarias. Pero evitando que este nuevo poder constituyente originario degenere en la "tiranía de las mayorías" o en la “tiranía de los muertos sobre los vivos”. 

Desde esta perspectiva, tal vez sea necesario considerar la idea de cierto grupo de académicos que, desde distintas disciplinas y corrientes ideológicas, proponen que el debate sobre la Nueva Constitución se haga a partir del texto de la Carta de 1925 reformada a 1971. ¿Por qué no? 

¿Acaso la Constitución de 1925 no ha sido el más legitimo ejemplo de continuidad democrática y republicana, incluso más que muchas de las democracias europeas que, en la primera mitad del siglo XX, fueron arrasadas por regímenes totalitarios? 

¿Acaso 1925 no fue la misma Constitución que, en su hora más dramática, fue defendida tanto por quienes defendieron al gobierno socialista del presidente Salvador Allende como aquellos que deliberadamente buscaron derrocarlo? 

Entre la postura “deconstituyente” y “desdemocratizadora” de quienes prefieren mantener la Constitución de 1980, contaminada por la dañina división que hasta hoy genera la figura de Pinochet, y quienes pretenden, con o sin ánimo revanchista, instituir una nueva Carta desde una “página en blanco”, a riesgo de imitar la “hegemonía populista” de otros pueblos del mundo, tal vez la memoria de nuestra vieja Constitución de 1925 nos brinde una perspectiva más pacifica para nuestro presente y para el futuro de nuestros hijos.

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