El estigma del general rastrero

En sus “últimas palabras” el 11 de septiembre de 1973, ante la implantación de la Junta Militar que va a imponer la dictadura militar, el Presidente Allende define a uno de los golpistas, César Mendoza, como el “general rastrero”, séptima antigüedad en los Generales de Carabineros, que usurpa el cargo de Director General de la institución para hacer posible el Golpe de Estado.

Para los chilenos y chilenas que sufrieron la dictadura fue “mendocita”, el limitado, torpe y brutal jefe policial, designado para hacer de la policía uniformada un cuerpo represivo obsecuente, no solo no deliberativo en lo referente a la contingencia política, sino que un factor de fuerza incondicional para cumplir las órdenes superiores, es decir, las criminales sevicias del dictador.

Por eso, Mendoza tuvo luz verde para tener personal capaz de llegar a grados extremos de criminalidad, ocultos en la Dirección de Comunicaciones de Carabineros (Dicomcar), prepararon y ejecutaron el secuestro y posterior degollamiento de tres militantes del Partido Comunista, Manuel Guerrero, José Manuel Parada y Santiago Nattino, a fines de marzo de 1985, hace 33 años.

La repercusión de esa acción criminal abrió una crisis sin precedentes en Carabineros. En su propia Escuela matriz, en plena dictadura, hubo una asamblea de oficiales que exigió la salida de Mendoza, luego que el Ministro en visita, José Cánovas, logró establecer que detrás del cruel triple homicidio estaba una unidad policial, la Dicomcar, cuyos miembros eran autores directos de los asesinatos, que incluso contaron con apoyo de un helicóptero otorgado por la Prefectura aeropolicial.

La conmoción fue fulminante, la dictadura se estremeció y a “mendocita” lo “renunciaron”. Así cayó el general rastrero, Pinochet, al cual sirvió como incondicional, lo dejó caer. La Dicomcar fue disuelta, las órdenes directas que recibía eran de Mendoza al punto que el ministro Milton Juica, que prosiguió la investigación, dictaminó que era el Jefe de lo que definió como asociación ilícita terrorista.

El general rastrero era el ruin zalamero que halaga y rinde pleitesía al “superior” en busca de ascensos y prebendas, que en su auténtica identidad era un frío y despiadado criminal que, sin embargo, en democracia, escapó como Pinochet de la cárcel, por un instinto de sobrevivencia que le hizo instalar en puestos claves a oficiales que guardaran absoluto silencio cuando fuera el caso.

La dictadura generó ese producto vulgar y grosero, la distorsión y envenenamiento del rol policial, la descomposición de sus funciones, el deterioro de sus mandos, la implantación de un pesado y ominoso lastre autoritario y burocrático en su desempeño profesional, el estigma del crimen, la tortura y otros abusos vergonzosos.

Mendoza usó su estatus de miembro de la Junta Militar para todo tipo de demasías, entre ellas, el usufructo de los fondos reservados, falsas giras institucionales para viajar con amigas de ocasión a lugares solo accesibles abusando del poder, haciéndose remunerar como si fuesen funciones estratégicas para la seguridad del país.

El triple crimen del caso degollados confirmó el derrumbe moral del régimen y convenció a muchos, que por intereses creados aún lo respaldaban, a iniciar el viraje hacia el retorno a la democracia. Chile se ofuscaba cada día más. La opresión debía  terminar.

Asimismo, mostró como en dictadura la represión escapaba de todo control hasta llegar al crimen cruel e irracional.

Esa marca terrible es la que dejó Mendoza, el general rastrero, el indigno adulador que traicionó su juramento de servir a la patria, en cuyo vil proceder nunca hubo una sombra de escrúpulos o de vergüenza.

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