El grito del hambre

La desesperación de pobladores de comunas populares que salieron a la calle en plena cuarentena para protestar por no tener recursos para comprar algo tan esencial como alimentos, no sólo viene a confirmar el efecto diferenciado del coronavirus a nivel sanitario y económico que afecta mayoritariamente a los más pobres, sino la gravedad de una crisis económica en que lo que está en juego es la sobrevivencia diaria de miles de chilenos/as.

Más allá del anuncio presidencial de entrega de cajas de mercadería sin haber tenido resuelta la logística con los municipios, el que la pandemia azote a Chile en medio de un profundo cuestionamiento al modelo económico que se expresó con fuerza en la revuelta popular del año pasado (que se mantiene latente), debería poner en el centro de la discusión la necesidad de implementar una Renta Básica Universal.

Una medida de ese tenor - que busca avanzar hacia sociedades más cohesionadas y democráticas - no sólo permitiría a los sectores más vulnerables enfrentar de mejor manera la emergencia, sino también dinamizar las economías locales con compras de víveres a nivel comunitario. 

Si bien el Estado se ha visto obligado a impulsar medidas para tratar de contrarrestar los efectos económicos de la cuarentena, en la práctica la aplicación de los Planes Económicos de Emergencia ha ido develando que el agente económico que se termina protegiendo es el empleador y no el empleado. 

La ausente diferenciación entre Pymes y grandes empresas en la Ley de Protección del Empleo para regular el caso fortuito, así como el rechazo oficialista a la indicación de impedir el retiro de utilidades de empresas que se acogieran a la ley, ha provocado un contradictorio y vergonzoso resultado: holding amparándose en la medida y repartiendo utilidades.

Para qué hablar del dictamen pro-empresa de la Dirección del Trabajo que, en vez de proteger a los trabajadores como la obliga su misión de favorecer relaciones laborales justas, equitativas y modernas, estableció la no obligación del empleador de pagar la remuneración a los empleados que no se presenten físicamente en su lugar de trabajo por la cuarentena. 

Asimismo, el Ingreso Familiar de Emergencia aprobado recientemente para ir en ayuda del 60% más vulnerable del Registro Social de Hogares con sólo $65.000 iniciales, ni siquiera alcanza a cubrir la línea de la pobreza y tiene una lógica decreciente, que en este caso no tiene justificación alguna. 

Durante la pandemia los trabajadores formales podrían mantener sus empleos, pero si su relación laboral ha sido suspendida tendrán que hacerse un sueldo con su propio Seguro de Cesantía, que tiene un límite de tres meses, es decreciente en el tiempo y va a agotar dichos recursos en caso de ser despedidos posteriormente.

Peor aún, los trabajadores informales o por cuenta propia que deben salir diariamente a la calle para ganarse el sustento no están en condiciones de quedarse en sus casas, si no es con un apoyo estatal que cubra sus necesidades de alimentación básica.

Son los trabajadores quienes están asumiendo los mayores costos de la crisis, incluso enfrentando el hambre con ollas comunes como en dictadura, mientras el gran capital, el retail y la banca siguen repartiendo millonarias utilidades entre sus accionistas. 

Trabajadores desvinculados, hacinados, sin poder salir a ganarse el dinero diario, sin sueldo para comprar insumos básicos deben ser apoyados por un Estado que cuenta aún con margen de maniobra para incrementar el gasto público y cuyo deber es garantizar el Derecho a la Alimentación, y no reprimir con material policial de alto costo a las personas que exigen lo mínimo: poder comer.

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