El programa y el gobierno

En ocasiones es posible creer que existen grupos de la vida política nacional que privilegian los objetivos por sobre los responsables de llevarlos a cabo, en una suerte de pragmatismo que ha llevado a que resulte más importante el Programa de Gobierno que  el Gobierno mismo que ha sido elegido para llevarlo a efecto.

De esta forma, se da fundamento argumental a la idea de prescindir del Gobierno si lo que se busca es preservar el Programa, especialmente si el Gobierno se encuentra atravesando una fase, más o menos permanente de descrédito ante la opinión pública, sea porque no ha sido eficiente en la aplicación del Programa de Gobierno o porque se considera que no ha guardado respecto a éste una mínima lealtad.

La lógica argumental da un siguiente paso en el sentido de considerar irrelevante la forma de Gobierno cuando se trata de ejecutar su Programa y de esta forma bastaría con que alguna vez alguien hubiera sido electo por compartirlo, para que la mantención de su cargo sea un asunto poco significativo cuando se trata de implementarlo.

Es relativamente fácil desnudar la pobreza argumental de este proceso, excepto para los que lo han seguido sin apartarse un punto del camino descrito, que han transformado una discusión política en un asunto de dogma defendido solo por quienes comparten una misma fe.

El problema se suscita desde el momento en que se prioriza el Programa por sobre las personas, ya que en definitiva, estas son las que son elegidas para actuar y no el Programa, que en definitiva es un conjunto de promesas y buenas intenciones.

Es cierto que el gobernante que no cumple lo prometido está faltando al deber que impone el contrato que suscribe con los electores, pero ello sólo libera al elector de cualquier obligación que se le haga creer que asumió para votar libremente por otra persona, pero no faculta a los defensores del programa -que por lo demás varía en cada elección- para actuar en su nombre, como si se tratara de una verdad revelada por los cielos, sagrada, incuestionable y cuya “propiedad” no puede ni debe ser compartida.

En este estado de cosas, el ciudadano común y corriente, desprovisto de estos análisis, se termina por desorientar aun cuando ya ha entendido que fue víctima de una suerte de estafa con un Programa de Gobierno respecto de cuyo cumplimiento no hubo nunca una verdadera voluntad, y se deja convencer que éste es lo importante, con total prescindencia de las autoridades elegidas, pero resulta que son las autoridades electas las que hacen la interpretación oficial del Programa y no quienes creyeron  que decía algo que en realidad no dice.

En estricto rigor, son muy pocos los electores que leen siquiera todos los programas que se ofrecen por lo que en realidad se vota por la impresión general que generan los candidatos y resultaría muy arriesgado y voluntarista sostener que se vota por el Programa y no por la persona, independientemente que luego esa persona cumpla o no con sus promesas.

Hay que tener cuidado, por lo tanto, con quienes sostienen que son los fines y no las personas las que importan, porque los objetivos dependen de las personas y sostener lo contrario es iluso o se esconde otra intención.

Considerando estas circunstancias, es conveniente desacralizar el Programa y devolverlo a la condición que realmente tiene, es decir un documento con buenas intenciones que difícilmente se cumplirá y cuyo único propósito es captar la votación de los incautos, porque lo demás se basan para su decisión en ese complejo mundo de miradas, actitudes y gestos que son las que provocan una verdadera confianza.  

La política no es una religión y no corresponde, por lo tanto, aplicar dogmas de fe como verdades absolutas, y quienes lo hagan en realidad están haciendo un acto de voluntarismo que guarda bien poco contacto con la realidad que es la que determina la vida política de un país.

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