Estallido y territorio

“El 80% de mis vecinos saqueó”, comentaba una amiga. No parece raro. El descontento ha llegado a tal nivel que, incluso, hemos normalizado ciertos actos que usualmente considerábamos reprochables. Es muy probable, de hecho, que algún lector haya concluido que el saqueo a un supermercado o la destrucción de un bien público representa un acto justo y necesario. “De otra forma no reaccionarían”, se suele argumentar. Y este, quizás, es un aspecto de la crisis particularmente interesante. 

Evidentemente el problema que enfrentamos tiene una diversidad de aristas que lo hacen difícil de dilucidar. Por lo mismo, debo reconocer cierta perplejidad frente a los hechos. No los comprendo del todo y, por lo mismo, no pretendo en ningún caso dar una lectura integral al fenómeno. Sin embargo, desde la vereda de la reflexión (a la que todos estamos llamados), considero pertinente articular algunas ideas. 

Lo primero es sostener que la complejidad no es un patrimonio exclusivo de la crisis chilena. No somos tan especiales. Cualquier proceso de malestar debiese ser entendido como un fenómeno multidimensional y árido. En esta línea, algunos académicos han propuesto ciertas distinciones en función de entender mejor estos momentos. Una teoría sensata, creo, es aquella que diferencia entre ilegitimidad, insatisfacción y desafección (impulsada por autores como Mariano Torcal y José Ramón Montero). 

Ilegitimidad se referiría, en términos muy generales, al rechazo racional a las instituciones democráticas. Pese a que algunos indicadores nos han llevado a prender ciertas alertas respecto a este punto, la reciente propensión al autoritarismo que muestra la última encuesta Bicentenario es un ejemplo, lo cierto es que no parece ser el problema que funda nuestras masivas protestas. 

La insatisfacción, por su parte, se relacionaría con la disconformidad generada por ciertas necesidades materiales no cubiertas. Esta sensación podría ser contra una persona (¿renuncia Piñera?) o, incluso, contra un sistema (¿Asamblea Constituyente?).

Cuando hablamos de esta dimensión, el accionar de la autoridad influiría directamente en la posterior satisfacción de esa necesidad material. Por ejemplo, si suben las pensiones, si se eliminan las listas de espera en los hospitales o si se llama a una AC, la sensación de disconformidad debiese disminuir en aquellos que ven cubiertas sus expectativas. 

Bastante de esto parece haber en el ambiente actual. Sin embargo, es insuficiente a la hora de explicar lo que subyace al conflicto.  En otras palabras, la sola insatisfacción no nos permite comprender a aquellos que justifican el vandalismo y a quienes anhelan que “se vayan todos”. La desafección, por tanto, debiese darnos algunas luces. 

Desafección puede ser entendida como una dimensión más bien pasional, asociada con la impotencia y apatía. Dicho esto, usualmente se asocia a dos ideas. Primero, a la sensación de competencia que tienen los ciudadanos para participar en política (usualmente se le llama eficacia interna). Y segundo, a la creencia de que el sistema y la institucionalidad responden ante nuestras acciones (usualmente se le llama eficacia externa).

En palabras sencillas, hablamos de la percepción de que las autoridades “reaccionan” sin la necesidad de tener que quemar y destruir. Acá, entonces, parece haber una pista interesante. Cuando esta sensación es baja, hablamos de ciudadanos interesados y competentes pero que, al mismo tiempo, consideran que las vías institucionales son derechamente impermeables. 

Pero… ¿para qué nos sirve toda esta distinción? 

Desde hace 5 años se viene realizando una Encuesta de Opinión Política en las 10 comunas más grandes de la región de Valparaíso. El estudio, ejecutado por IPSOS, incluye una serie de preguntas que nos permiten conocer los niveles de desafección de los porteños.

Y lo que ha llamado nuestra atención en las últimas entregas es que los habitantes de las zonas más alejadas de la capital política regional tienden a sentirse más competentes (mayor eficacia interna), pero creyendo al mismo tiempo que el sistema no les responde (menor eficacia externa).

Al contrario, quienes habitan en la zona metropolitana se sienten menos competentes, pero tendiendo a pensar que el sistema los escucha. En resumen, los datos sugieren que la lógica centralista, en este caso, intrarregional, no sólo estaría afectando la institucionalidad y el desarrollo territorial, sino que también algunas de nuestras actitudes políticas esenciales. 

A estas alturas, parece claro que lo que subyace a la crisis va más allá de necesidades individuales no cubiertas, eso que llamamos insatisfacción. En los últimos días, se ha denunciado una profunda desconexión entre la elite y la ciudadanía, manifestada en una sensación brutal de impotencia, eso que llamamos desafección.

Sin embargo, el elemento territorial ha estado del todo ausente en la discusión. Tal como sugieren los datos porteños, será necesario abrirnos a reflexionar seriamente sobre cómo podemos acercar las estructuras de poder a la ciudadanía. Después de todo, quién sabe, quizás la descentralización era más importante de lo que todos pensábamos. 

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