Ética pública

Pedro Rodríguez Carrasco
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Así como se mide la comprensión lectora, las habilidades cognitivas de memoria,  abstracción y funciones ejecutivas, también se puede medir el desarrollo moral de las personas. Desde Piaget, Kohlberg hasta Gilligan, hay un sólido respaldo teórico e instrumentos creados para ello.

Sintámonos orgullosos como sociedad civilizada que mira el devenir histórico con optimismo: tenemos herramientas para ser mejores. Pero, no basta saber del problema y tener la capacidad para medirlo, si no sabemos cómo se estimula este desarrollo moral desde temprano, para una sana convivencia social.

Al observar personajes de gran talante ético, vinculados a la construcción de ciudadanía, como lo fue un Nelson Mandela, no en vano podemos preguntarnos ¿qué proceso de aprendizaje instaló en él convicciones tan profundas, que no estuvo dispuesto a transarlas con el facilismo inmediatista?

Hay muchos factores relacionados, pero, entre ellos, dos son especialmente sensibles: uno es la educación, formal y no formal y el otro es el modelaje por parte de cuidadores, educadores y el de personas de connotación pública.

En síntesis, se trata del entrelazamiento del mundo simbólico cultural y el desempeño en acciones constructivas por parte de las personas, es la relación entre lenguaje y praxis.

Nuestra cultura va aquilatando, progresivamente, el respeto a la dignidad de las personas, fundado en la igual dignidad, en los derechos básicos, en la solidaridad, en la inclusión, en los vínculos significativos, en la protección de personas en condición de vulnerabilidad, especialmente los menores de edad.

En paralelo, quienes lideran los procesos políticos, económicos, deportivos, religiosos y otros tantos, parecen hacer caso omiso de este aquilatamiento. El poder y el mercado pueden más.

Su modelaje en conductas éticas no está a la altura de los desafíos de los tiempos actuales. Tenemos unas “personas públicas” para quienes los daños colaterales de carácter ético son una nimiedad.

Esto es altamente preocupante, en muchos sentidos: como sociedad estamos instalando un doble discurso, que termina siendo tóxico para la convivencia social; la institucionalidad representada por estas personas queda obsoleta en relación a la confianza y credibilidad ciudadana; peor, los ciudadanos empiezan a replicar en su micro territorio el mismo doble discurso.

Nuestra sociedad tiene su ethos enfermo y, si entendemos el ethos como el habitar humano de cara a su verdad, entonces estamos enfermos de inautenticidad.

Un futbolista ebrio atropella a una joven, quien como consecuencia muere; su club lo necesita para ganar campeonatos y eso tiene un costo económico, entonces no hay consecuencias para el futbolista, incluso es seleccionado nacional.

Diversos políticos financian su actividad de modos irregulares, ilegales o inmorales, pocos quedan eficazmente sancionados, pues las implicancias de una sanción podría tener efectos en los equilibrios políticos y económicos. Empresarios son investigados por la justicia y se les prueban importantes delitos, faltas, colusiones, desfalcos, elusiones y evasiones de impuestos, pero las sanciones son irrisorias y hay perdonazos.

Uniformados pillados en robos millonarios, malversación de dinero público, quema de documentación pública, pero todo queda en sanciones simbólicas. ¿Enumeramos más?

Una sociedad tan desigual como la nuestra, con historia de desigualdad, no puede darse el lujo de no hacer nada en decisiones y acciones para enmendar el rumbo respecto de los mínimos éticos que se declaran verbalmente.

Las personas públicas, que están expuestas al escrutinio público, no pueden hacerse los inocentes, incluso victimizarse cuando enfrentan estos hechos. Hay vergüenza nacional. Podrían argüir que siempre ha sido así, que todas las sociedades tienen problemas similares, o bien que no todos son así, pues hay gente honesta.

Pero no son argumentos atingentes, primero porque no se puede aceptar que determinadas acciones sean menos graves a partir de la recurrencia de estas mismas en otras personas; así como no es lo mismo tiempos actuales con sus desafíos, que los tiempos antiguos con sus propios desafíos y no es aceptable quedarse de brazos cruzados porque existan unos pocos casos de buenas prácticas.

Hoy el escenario público es crítico, con una cultura de doble estándar y modelaje público de preocupante incoherencia.

Lo que Nietzsche vaticinó con el nihilismo aplica: aquello de valor para las personas públicas no tiene que ver con un bien común, sino con un interés particular que reordena todas las prioridades políticas, dejando la convivencia social, el bien común y la común pertenencia relegados a lo que sobre.

Lo dicen explícitamente, lo que tira el carro del desarrollo no es sino el crecimiento económico y, por lo mismo, no deben restringirse las posibilidades al inversionista.

Un desarrollo para que sea humano, para que construya bien común y dé cohesión social, debe poner por delante ese bien común, el sentido de pertenencia, la responsabilidad pública.

Pero no, se repite cual melodía pegajosa la desafección por este bien común cada vez que se rechazan las regulaciones y las cargas tributarias. Las personas públicas, de modo consistente, elaboran un relato de sociedad donde cada uno debe aprovecharse a como dé lugar de las oportunidades, sin frenarse ante dilemas éticos: soy empresario de camiones, entonces los hago transitar por donde se me plazca, con tal de reducir costos, no importa que en esas calles los pavimentos no se hayan previsto para tráfico pesado.

En este relato los conceptos inversionista y emprendedor reflejan una suerte de visión idílica. ¿Qué pasaría si a todos en una sociedad les diera por hacer lo mismo? No funcionaría…

Algo está mal planteado en ese relato. Es este relato el que se adueñó de las pensiones, con las famosas AFP, pareciéndoles lo más normal que exista especulación de privados con platas de todos los chilenos, porque lo único importante es el desarrollo en términos de crecimiento económico y no las personas.

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