Fanatismo religioso y laicidad

Uno de los grandes avances en los procesos políticos de los países democráticos es el haber sido capaces de reconocer aquellos conflictos que no tienen solución mediante discusiones, es decir, que frente a ellos no puede llegarse a un acuerdo de ningún tipo, por tratarse de cuestiones que atañen a la conciencia de los ciudadanos. Tales son por ejemplo, las diferencias religiosas, ante las cuales sería absurdo ponerse a discutir para demostrar que las creencias propias debieran ser las compartidas por la totalidad de la sociedad.

Sería monstruoso y prueba de ciego fanatismo que un católico, por ejemplo, malgastara su tiempo en  darle argumentos a un protestante con el objeto de demostrarle que está equivocado en su fe y que debiera adoptar la suya. Y lo mismo ocurre en todos aquellos temas en los cuales las convicciones profundas de los ciudadanos son completamente opuestas o irreconciliables.

Frente a tales diferencias, la humanidad ha encontrado un camino de solución mucho más   adecuado que poner a darse escopetazos unos a otros - cosa que efectivamente ocurrió cuando este tipo de problemas ensangrentaron la historia europea en los siglos XVI y XVII- que es la solución que a primera vista parece siempre la más eficaz.

Este camino consiste en tomar nota de que toda argumentación es inútil y que por lo tanto se hace necesario buscar un terreno de acuerdo en otro plano. No se discute más sobre si tú fe o la mía son las verdaderas, sino sobre si estamos de acuerdo todos en respetar la fe del vecino, aunque no sea la propia. De este modo la discusión ya no tiene lugar en el plano en que se ubican las diferentes creencias, sino en aquél que es su condición de posibilidad, el único válido para que la vida de personas que nunca se pondrán de acuerdo pueda llevarse a cabo pacíficamente. Esta meta-afirmación es lo que se ha llamado “laicidad”.

La laicidad es la solución que la modernidad política encontró para salir del diálogo de sordos que consiste en buscar inútilmente convencer a un adversario de que su religión, su filosofía, su ética o su estética, están equivocadas.

La laicidad se abrió paso difícilmente en la historia del Chile Republicano y a comienzos de los años setenta parecía definitivamente establecida, pero lamentablemente sufrió un revés casi terminal con la Dictadura Militar, cuya base fue precisamente la sistemática negación del derecho del otro a pensar de otra manera.

Y este retroceso por desgracia no tuvo una respuesta adecuada durante los años de la Concertación - en que se creyó en un momento salir de esta pesadilla - debido a que sectores que participaron en esos gobiernos, impusieron sus posturas doctrinales y se negaron a volver a instaurar en Chile una sociedad laica que respetase las diferencias. Volver a tener una Ley de Divorcio fue un parto muy difícil, a pesar de que una buena mayoría estuvo siempre por promulgarla. Y lo mismo ocurre hoy día con la Ley del Matrimonio Igualitario y la Ley del aborto.

Si nuestra sociedad fuera madura, campañas como la que realiza la ex senadora Alvear en contra del aborto jamás podrían tener lugar. Cualquiera puede reconocer que el tipo de discusiones a las que la ex senadora pretende llevar al país son perfectamente improcedentes e inútiles. Más aún, son insultantes para quienes pensamos de otro modo que ella.

Simplemente porque en cuestiones de conciencia, sobre asuntos filosóficos como establecer en qué momento el feto debe ser considerado un ser humano sujeto de derechos, o si la mujer tiene o no tiene derecho a decidir sobre su propio cuerpo, no existe ninguna posibilidad real de llegar a un acuerdo general.

Las posiciones diferentes se han tomado por tradiciones de familia, por creencias asentadas en valores sociales, por posicionamientos políticos, y, por supuesto, como es el caso de la ex-senadora Alvear, por creencias religiosas. Por lo tanto, no por argumentos.

Lo mismo ocurre sobre el Matrimonio Igualitario. Personeros de derecha, como Sebastián Piñera o de la Nueva Mayoría, como Ignacio Walker, afirman con la mayor convicción que “el matrimonio es entre un hombre y una mujer”. Por supuesto, la certeza con la que hablan no está fundada en razones que todos los chilenos sin excepción podamos compartir, por tratarse de razones universales, o posicionamientos compartidos por los especialistas, sino simplemente en sus creencias religiosas. El problema es que si nos basamos en nuestras propias creencias religiosas para iniciar un debate político público, lo más probable es que terminemos asesinándonos unos a otros, como muchas veces ya ha ocurrido en la triste historia humana.

Algunos políticos chilenos parecen no entender que elevar el tono de las discusiones para esgrimir a voz en cuello sus creencias como si fueran argumentos, es el peor camino. De ahí que la única vía posible en estos temas es el que ya está descubierto, la laicidad.

La elevación del debate hacia el terreno en que todos podamos entendernos significa dejar de lado de una buena vez estos autoritarismos y absolutismos, de los que nos sentimos tan lejanos cuando se trata de países islámicos, pero de los que, como se ve, somos todavía víctimas cuando no somos capaces de asumir la razón del otro, que es otra razón, con tanto derecho a existir como la nuestra. 

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