Fascismo

Manuel Riesco
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El fascismo ha resurgido en todas partes tras la crisis que se inició con el siglo, como no sucedía desde los años 1930. Considerando los horrores que generó entonces desde la principal potencia europea, no hace falta imaginación para apreciar el peligro que representa hoy agudizando todos los conflictos desde el gobierno de la superpotencia global.

En Chile asimismo están dadas condiciones para su resurgimiento. Es un peligro real frente al cual nadie puede cerrar los ojos ni permanecer indiferente sino reaccionar con amplitud, unidad y decisión. El antifascismo ha vuelto a ser el imperativo político de toda la humanidad civilizada para asegurar su supervivencia y florecimiento en paz.

El fenómeno que en el siglo 20 recibió el nombre de fascismo es la expresión en la sociedad y Estado modernos de la reacción atávica de la turba asustada que, incapaz de enfrentar la verdadera causa de sus temores, se revuelve de modo agresivo y cobarde, contra aquellos que en su propio seno percibe como diferentes y débiles.

Este rasgo humano bien desgraciado ha adquirido una forma letal en la era moderna. La transición de la sociedad agraria tradicional a la modernidad urbana y capitalista ha traído las maravillas que se le reconocen allí donde ha llegado al mundo, que considerado como un todo se encuentra exactamente a medio camino de este auténtico cambio epocal.

Sin embargo, el siglo 20 demostró que ese progreso extraordinario va acompañado de gigantescas tensiones que recurrentemente despiertan tres demonios espantosos: la depredación de la naturaleza, la guerra y el fascismo. El último es el peor porque en su irracionalidad criminal y suicida puede azuzar los otros hasta el paroxismo catastrófico.

Como decía Eric Hobsbawm, habría pasado a la historia como un pie de página vergonzante, junto a pogromos y caza de brujas medievales, si no hubiese alcanzado el poder estatal en Alemania, la potencia emergente de ese momento.

Ello resultaba tan inimaginable entonces como que Trump haya alcanzado hoy la presidencia de los EEUU, pero ocurrió y puede suceder de nuevo, como reza la frase de Primo Levi grabada en el portal del Memorial del Holocausto en Berlín.

Resurge cada vez que las sociedades modernas enfrentan crisis que atemorizan a la ciudadanía, sus dirigentes no las atienden de modo debido y son percibidos como venales. Peor aún si pasa a llevar sus creencias y costumbres atávicas. En tales condiciones aparecen demagogos que intentan desviar la ira popular hacia chivos expiatorios que nunca faltan o se inventan. Se trata de sujetos de la peor ralea, alentados y muchas veces prohijados deliberadamente por quienes son responsables de las crisis en primer lugar y no quieren verse afectados por las duras medidas requeridas para resolverlas.

El fascismo no se combate con argumentos puesto que en esencia es un asalto la razón y el intento de dominar por la fuerza. Se lo aísla, social y políticamente y reprime sin contemplaciones, en lo posible legalmente pero además, y necesariamente si el sistema político no es capaz de hacerlo en la medida requerida, con la fuerza de la sociedad civil.

Esa es la principal lección política del siglo 20 y ningún ser humano responsable, de izquierda, centro o derecha, puede olvidarla jamás. El que esta lección sea bien aprendida en el siglo 21 puede determinar nuestra supervivencia como especie, ni más ni menos, puesto que se trata de maniatar al más peligroso de los demonios modernos.

En Chile a fines del siglo pasado, el fenómeno fascista se extendió en capas acomodadas, cuyo temor frente a las indispensables transformaciones modernizadoras impulsadas por los gobiernos de Frei Montalva y Allende fue exacerbado intencionalmente hasta el paroxismo, por la vieja élite agraria resentida de su irreversible pérdida de legitimidad y la intervención estadounidense que, en el marco de la guerra fría, arrastró a sectores políticos afines y la oficialidad de las FFAA al golpe y dictadura de Pinochet.

La cara del fascismo en Chile es el Pinochetismo que, avalado por la impunidad política, económica y social de la transición, es añorado por sectores de la elite y militares. El camino judicial ha sido hasta ahora el más efectivo para perseguir los crímenes contra la humanidad, pero la legislación es todavía muy débil para reprimir a quienes defienden abiertamente a los criminales y el supuesto legado de la dictadura.

El parlamento puede y debe corregirlo sin remilgos. Si el Estado ejerce contra estas manifestaciones la represión que ameritan ahorrará bastantes molestias a la sociedad civil.

La extendida indignación popular es justa, porque la élite prohijada por la dictadura ha impedido que al cabo de tres décadas el sistema democrático corrija los abusos y distorsiones heredados de aquella. Principalmente, que el gran empresariado se haya apropiado recursos naturales que pertenecen a todos y viva principalmente de sus rentas, y no contentos con ello escamotean además a los trabajadores un tercio de sus ya modestos y precarios salarios, mediante cobros forzosos supuestamente destinados a contribuir al ahorro nacional y pagar la educación, y mediante intereses usurarios.

El Estado mismo es aún insuficientemente democrático, instituciones fundamentales que se mandan solas se han corrompido y servicios públicos arrastran deficiencias inaceptables.

Para quitarle el oxígeno al fascismo es urgente atender los problemas que generan la justa indignación del pueblo, que es su caldo de cultivo. Se requiere poner término a los abusos y distorsiones antes mencionados, en ello consiste, ni más ni menos, el programa liberal radical que se requiere llevar a la práctica.

En subsidio de resolver estos problemas de fondo, los gobiernos de “transición” han impulsado una agenda valórica y ambiental progresista y ambiciosa, la así llamada “agenda de futuro” con la cual algunos hacen gárgaras para disimular su venal sumisión a los grandes intereses que abusan del pueblo y distorsionan la economía, pero no siempre lo han hecho con respeto de la forma de vida y costumbres populares, a lo que se agrega la inédita presencia masiva de trabajadores llegados de otras tierras. Todo ello genera temor en una sociedad insular y conservadora que recién viene dejando atrás su pasado campesino.

Lo anterior constituye una enorme irresponsabilidad, que puede llevar al sistema político surgido en 1990 a una hecatombe equivalente a la que constató Arturo Alessandri Palma respecto de la República Parlamentaria que surgió de la contrarrevolución de 1891.

Se equivocan medio a medio quienes imaginan un camino protegido de poderosos padrinos como el que tuvieron antes, para impulsar un rebrote fascista en Chile.

La situación internacional ha cambiado y la guerra fría tendrá que dar paso tarde o temprano a la conformación de un gran frente antifascista a nivel internacional. El pueblo y las fuerzas democráticas chilenas, por su parte, perdieron la ingenuidad tras el golpe y adquirieron toda la experiencia necesaria en la lucha contra la dictadura.

Esta vez ¡no pasarán!

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