Ícaro, el fulgor, la caída y Bachelet

La leyenda dice que Ícaro estaba tan fascinado por la maravilla de poder volar con sus alas nuevas que, desoyendo las advertencias de su padre Dédalo, se elevó por lo aires en dirección al Sol. Altivo y orgulloso, se sintió dueño del mundo y quiso ir más alto todavía, acercándose tanto al astro que el calor derritió la cera que sostenía sus alas, perdiéndolas y cayendo al mar que rodea la isla de Samos.

Hace exactos cuatro años Bachelet arrasaba en sus primarias presidenciales junto con Peñailillo, Arenas, Blanco, Elizalde, una retroexcavadora y un sueño, refundar Chile. Siguió subiendo, obtuvo el 62 por ciento de los votos, se impuso ampliamente en las elecciones presidenciales. Su pacto electoral obtuvo 21 de 38 Senadores y 67 de 120 Diputados.

Lo tuvieron todo. Mayoría en ambas cámaras. Apoyo popular. Pudieron hacer el gobierno perfecto. Pero desoyeron la necesidad de consensuar y de atender las necesidades de la gente, más que oír a la calle.

No les bastó con ganar: quisieron tocar el sol, arrasando con la oposición e implementando un conjunto de reformas estructurales, las que a la hora del balance solo arrojan pérdidas. La izquierda, por su orgullo, arriesga ver hipotecadas sus opciones políticas por muchos años.

Las cuatro reformas emblemáticas, nueva Constitución, reforma tributaria, reforma educacional y reforma laboral-sindical, tuvieron un triste destino. No solo son rechazadas hace más de dos años por la mayoría de los chilenos, sino que fracasaron.

La primera se agotó y se transformó en un mero proyecto que se presentará a fin de año, en plena temporada electoral. La segunda fue mal hecha y resultó insuficiente, confusa y regresiva. Las dos restantes han tenido que ser revisadas, enmendadas o corregidas por leyes posteriores o por Tribunales.

En el afán de refundar Chile, el gobierno al parecer descuidó prácticamente todo lo demás: economía, empleo, calidad de la educación, atención de salud, Transantiago, delincuencia. Y con ello la confianza del pueblo.

Analicemos la extensión de la caída. Bachelet deja un enorme estancamiento económico y social, el país que menos crece de la Alianza del Pacífico y apenas el país número 13 en crecimiento (solo debajo de El Salvador y Guatemala), que pasó de crecer en promedio 5,3% durante la gestión de Sebastián Piñera, a crecer menos de 2% durante el actual gobierno, con “brotes verdes” incluidos. Entregará a Chile con la mayor deuda pública en 22 años (25,2% del PIB, el doble de 2013), rompiendo así la tradición de equilibrio fiscal que impuso la Concertación.

Un país además de estancado, desilusionado. Bachelet tampoco fue capaz de cumplir bien ninguna de sus promesas sectoriales. Analicemos. Prometió más y mejores empleos. La creación de empleos cayó a la tercera parte, de 250 mil nuevos trabajos por año a cerca de 80 mil (prometieron 150 mil por año). De 10 nuevos empleos, siete son sin contrato ni cotizaciones, o sea por cuenta propia.

Prometió más salud y 60 hospitales. Promesa vacía, nuevos hospitales solo se han entregado cuatro. Hoy 1,5 millones de chilenos está en lista de espera por una atención no AUGE y 250 mil esperan por una cirugía. Se cuadruplicó la deuda hospitalaria.

Prometió una educación de calidad, gratuita e igualitaria, y el retroceso ha sido ostensible: la calidad de la educación no ha mejorado - el Simce está estancado - y por primera vez en la historia el Instituto Nacional no está entre los 100 mejores colegios del país. Prometieron que la gratuidad universal llegaría al 70% en el periodo de gobierno y ésta apenas alcanza al 20% del total de la matrícula.

Prometió disminuir la delincuencia y ella ha aumentado un 19,7% en el actual periodo: 228 mil hogares adicionales son víctimas de algún delito.

No solo lega números rojos, Bachelet entrega un país profundamente desilusionado de lo público. La esperanza que representaba Bachelet de un liderazgo ciudadano y horizontal se rompió por completo al hacerse evidente el caso CAVAL que comprometió y mantiene en ascuas a su hijo Sebastián y a su nuera Natalia. No solo horadó su credibilidad, consigo arrastró a todo un sistema político, ya bastante golpeado por los escándalos de financiamiento que su gobierno persiguió hasta que, en buen chileno, se “pilló los dedos”.

Por último, deja tras si un completo fracaso político. Eso de "cada día puede ser peor", célebre frase suya, refleja en la probabilidad cada vez más concreta de entregarle la banda presidencial a su oposición.

De ganar Sebastián Piñera, como indican la mayoría de las encuestas serias, el gobierno de Bachelet no habrá sido sino un paréntesis entre dos gobiernos de la centro-derecha. Habrá dejado dividida a su base de apoyo, con el Frente Amplio rompiendo los diques de contención de la Nueva Mayoría, reflotando rencillas internas severas, y con una DC acariciando el “camino propio” con candidata y lista parlamentaria propia. Si el eventual gobierno de centro-derecha hace las cosas correctamente, podría ambicionar gobernar más de cuatro años.

Enceguecida como el deslumbrado Ícaro, Bachelet aún no quiere entender las causas de su caída. Sus partidarios, pocos pero fieles, siguen pensando que su liderazgo fue exitoso.

Ella misma, tal vez pretendiendo ordenar sus filas, les alienta con frases como “el día que nos vayamos va a ser un mejor país” o “había algunos vestigios del modelo neoliberal con los que hemos ido terminando a través de las reformas”.

Aún no saben que fracasaron porque la soberbia del proyecto transformador era en si mismo la causa de su fracaso, pues partió de la lectura equivocada de la sociedad: los chilenos queríamos mejorar el sistema, no arruinarlo ni reemplazarlo.

Ícaro se sintió dueño del mundo y quiso ir más alto todavía. Probablemente no supo que fracasaría hasta que sus alas se quemaron. ¿Soberbia? ¿Ceguera? Quien sabe. Lo que sabemos es que, a la luz de lo que oímos en la cuenta presidencial, Bachelet, nuestra Ícaro, aún no parece percibir la magnitud de su caída.

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