Jaguar de cartón

Esta fue una semana del terror. No sólo para el gobierno, sino para el país en general. No queda nada. Nada en pie. Ni la iglesia, ni el gobierno, ni los partidos, ni las fuerzas armadas, ni carabineros, ni el empresariado. Nadie en quien creer.

Pero este desastre no es de hoy, ni de esta semana, ni de este gobierno. Se empezó a gestar décadas atrás, cuando la clase política, avalada por las fuerzas del orden y las espirituales decidió transar con un modelo que implicó desarrollo, transformar el país, a cambio de mirar para el lado cuando de latrocinio, abusos, concentración económica, desarticulación de la sociedad civil se trataba.

Nadie es inocente en este descalabro, pero, tal como dice Orwell, “todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros”.

Los de la Concertación que el mismo día en que triunfó el NO decidieron que debían controlar al movimiento social; éste, que pareció no ver cómo le cortaron las alas y que aceptó mansamente su rol pasivo.

Los del poder económico y político que se aseguraron de que los pilares de la dictadura militar quedaran a firme.

Las “fuerzas del orden” que no sólo no reconocieron las atrocidades cometidas en dictadura, sino que se atrevieron a desafiar a los dos primeros gobiernos de la Concertación saliendo a las calles en actitud amenazante y desafiante, aunque se tratara sólo de defender a un delincuente de cuello y corbata.

Las fuerzas “espirituales” que se pusieron al servicio de proteger un modelo de vida, familia y sociedad rígido y represor. Ya no se ocuparon de las vidas de sus fieles en cuanto a lograr justicia, dar solidaridad y protección, sino que trasladaron su labor a controlar la genitalidad y mantener un orden que no está en el mensaje de ninguno de los inspiradores de fe.

Y así pasaron los años y nosotros, el rebaño, nos conformamos con salir de las mediaguas, de las poblaciones callampas, del piso de tierra; de las ojotas y chalalas.

Tener casita y auto; veranear y, a veces, conocer Cancún, Punta Cana, Playa del Carmen, todo con las mágicas tarjetas que nos dan la ilusión de solvencia, cuando en realidad vivimos endeudados, con la vida hipotecada, fue nuestra ilusión.

Ese fue el precio por dejar hacer, por permitir que los que compraron su seguridad y poder hicieran y deshicieran. Con nuestro beneplácito.

Total, ya no teníamos casi un 40% de pobreza, y mirábamos a nuestros vecinos como proyectos fallidos de nación. Nosotros, los ingleses de América, ahora además éramos jaguares.

Así, en este medio ambiente, junto con nuestro “progreso” las instituciones consagradas en nuestros libros de historia como pilares de nuestra identidad siguieron haciendo lo que quisieron: Carabineros, iglesia, empresarios, fuerzas armadas, partidos políticos.

Pero algo cambió. Ahora, especialmente las nuevas generaciones son más inquisidoras, tenemos periodismo de investigación, y las redes sociales permiten conocer en segundos lo que está pasando y, a la vez, elevar un coro de voces que aclaman o destrozan.

El último episodio que tiene al país en estado de opinión permanente, fueron los audios en los que el comandante en jefe del Ejército reconoce la comisión de delitos por parte de algunos de sus subalternos y en los que, además, afirma que defenderán con dientes y muelas su sistema previsional de privilegio, aunque “dados los tiempos” estarían dispuestos a algunas concesiones como retrasar su período de jubilación.

Días antes, el caso del crimen alevoso de Camilo Catrillanca, así como del actuar doloso de Carabineros, mostró otro ejemplo de instituciones carcomidas por el poder mal ejercido, sin control, con ingentes recursos no supervisados.

No me siento ajena al clima de degradación del país. Todos contribuimos, con nuestro silencio, con dejar hacer, con no comprometernos, con acostumbrarnos a que las cosas “siempre han sido así”.

Menuda tarea le estamos dejando a las nuevas generaciones: un país de cartón, con un clima que cada año nos agrede porque se optó por el crecimiento sin control y sólo para algunos, los que de verdad tienen vida. Mientras, nosotros - como ante una pantalla - miramos, sólo que, desde una casa, con un vaso en la mano, rezongando porque las cosas no son como queremos, pero sin saltar a la cancha, a dar la pelea por un país de verdad, no de cartón.

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