La cuenta del fracaso

Cuando Sebastián Piñera decidió tramitar en el Parlamento un cambio de fecha para que su Cuenta Pública se postergara del 1 de Junio al 31 de julio, calculó que la situación política, social y económica evolucionaría a su favor y no que tendría lugar en el mayor aislamiento social vivido por un gobernante desde el retorno de la democracia.

A fines de mayo crecía la expansión de la pandemia, los centros de urgencia no daban más y la tensión en la población, confinada y sin alimentos buena parte de ella, en los hogares ya no había como resistir la ineptitud imperante ante una situación angustiosa, en esas horas la autoridad tuvo que reconocer que se desplomó el “castillo de naipes” del triunfalismo gobernante.

En esos días, Piñera no se atrevió a dar la Cuenta Pública, el descalabro le entró el habla, no tenía como presentar la lista de auto elogios que le llenan el ego, ahora, a fines de julio, pudo decir que declinan los contagios, pero omite que siguen siendo elevados, con un alto número de fallecidos y decidió arriesgarse con el proceso de desconfinamiento de las familias.

Pero, la gestión administrativa y la valoración del gobierno siguen por el suelo. La catástrofe social está viva y el descrédito de la autoridad es irreparable. Quien va a creer algo si continúa el mismo ministro de Hacienda, un depredador social que pretendió descargar el inmenso costo de la crisis sobre la población más humilde.

A estas alturas Piñera no tiene excusa. La obcecada resistencia a dar apoyo monetario directo a la población encerrada y sin ingresos fue una agresión imperdonable a la comunidad chilena y le generó un conflicto político sin precedentes en torno a la aprobación o rechazo del retiro del 10% de los ahorros en las AFP.

La demanda ciudadana fue tan mayoritaria que se quebró el control de Piñera sobre su coalición y se abrió una crisis de gobernabilidad que remeció la Presidencia de la República y el gobierno, de forma tan aguda, que el gabinete político de ministros se desplomó.

En efecto, Piñera se jugó entero para lograr el voto de una minoría que alcanzara un tercio del Senado y de la Cámara de Diputados a fin de impedir la ley que, según el gobierno requería 2/3 para su aprobación y no 3/5 como se acordó en el Parlamento, pero no consiguió revertir la aprobación, porque igual se reunió un quórum de 2/3, en el más grande fracaso de un gobernante en democracia, porque la oposición y parte decisiva de su propia coalición legislaron expresamente en contra de su opinión.

Las bancadas tanto de RN como de la UDI se quebraron y sus miembros disidentes se enfrentaron a la línea oficial apoyando la reforma para el retiro del 10%, mientras Evópoli renegó de su pretensiosa retórica liberal para claudicar sin pena ni gloria ante el sello ultra conservador del núcleo gobernante.

Así, hasta las encuestadoras del oficialismo reconocieron que cerca del 90% de la ciudadanía requería la ley para retirar su 10% y atender urgentes requerimientos de alimentación, vestuario, educación y pagar deudas. No hay memoria de un gobierno que ignorara como el actual las necesidades de la población y abandonara, como lo ha hecho Piñera, sus obligaciones a la cabeza del Estado.

Por eso, en un escenario de total derrota, Piñera no tuvo alternativa y promulgó la reforma constitucional lo que permitió, durante la semana, la toma de razón por la Contraloría y su publicación en el Diario Oficial. En los próximos días debe comenzar el retiro de su 10% por millones de personas en el país. Se trata de una victoria ciudadana sin precedentes en democracia que, en el ámbito institucional fue una categórica victoria de una inédita mayoría en el Congreso Nacional.

Arrancando del fracaso, Piñera cambió gabinete recurriendo al pinochetismo civil, eludiendo que los defenestrados ministros cumplieron estrictamente sus instrucciones. La señal es que si el descontento pasa a ser protesta, Piñera ya escogió como respuesta la represión a la población. De eso saben en su nuevo gabinete. Por lo demás, la Cuenta del fracaso incluía una disculpa a los afectados que Piñera no tuvo el valor de leer.

En los meses previos a la pandemia, Chile vivió el “estallido social” más vigoroso y extenso de su vida democrática. El motor de partida fue la protesta de los estudiantes por el alza de las tarifas del transporte público y el malestar acumulado por la gestión represiva, de permanente hostigamiento y obcecación autoritaria de quien entonces fuera ministra de Educación.

La estéril soberbia del gobierno fue parte esencial del combustible para que el 18 de octubre surgiera una potente movilización multitudinaria que duró meses, el gabinete ministerial cayó en cosa de días, luego en noviembre se abrió paso el acuerdo o el apoyo de la casi unanimidad de los partidos políticos al proceso constituyente que se inicia con el Plebiscito del 25 de octubre para  avanzar hacia nueva Constitución en Chile, nacida en democracia.

Al comienzo del estallido el gobierno quedó paralogizado, ahogado por la avalancha social que se expresó en las calles, luego enmarcado en el juicio autoritario del entonces ministro del Interior y de su Jefe de gabinete, predispuestos y condicionados por sus largos años de funcionarios de la dictadura, Piñera se orientó por el criterio bélico de la contra insurgencia y señaló que era una “guerra”, contra un enemigo “poderoso e implacable”.

Sin embargo, cerca del millón y medio de personas en la plaza de la Dignidad y más de dos millones de manifestantes en el país mostraron que había un desafío pendiente, la lucha contra la desigualdad y los abusos en el diario vivir, en suma, la estratificación de Chile con un exiguo polo de privilegiados y una vastísima mayoría de personas de la clase trabajadora y de clase media cansados de ser abusados y presenciar privilegios irritantes, impropios de una comunidad de hombres y mujeres libres e iguales.

Asimismo, ante la declaración de “guerra” del gobernante, el general a cargo del Estado de emergencia al señalar que no estaba en guerra “con nadie” ayudó a que no se desataran cruentos choques entre soldados y manifestantes.

Sin embargo, Carabineros al disparar perdigones al rostro, hiriendo y mutilando de por vida a centenares de jóvenes, cometió una de las más crueles violaciones a los Derechos Humanos de nuestra historia.

El respaldo de la comunidad internacional al reclamo de las familias de las víctimas forzó que el gobierno reconociera parte de los hechos, pero la colaboración institucional con la acción de la Justicia ha sido forzada por las evidencias indesmentibles o el avance de las indagaciones respectivas. Es penoso saber que el estándar exigido en el mundo de hoy no existió en el caso de Chile.

Uno de los hechos más deplorables de ese día se refiere al incendio de los trenes del Metro y la responsabilidad del propio Piñera porque de acuerdo a sus dichos en Mega, al ser informado de la situación habló con el Director de Carabineros constatando la falta de efectivos, calculados en 10 por cada una de las 136 estaciones, es decir 1360, según dijo “no los teníamos”.

Este hecho gravísimo revela que la autoridad no cumplió con su obligación de proteger la propiedad pública porque si las fuerzas policiales eran insuficientes para proteger la totalidad de las estaciones sí se pudo haber resguardado la mayor parte de ellas y no simplemente resignarse ante la destrucción de parte cuantiosa del patrimonio nacional.

Desde La Moneda se intentó ocultar el descontrol y la ineptitud ante las demandas sociales con la patética excusa del “big data”, una historieta acerca de un flujo de mensajes en redes sociales desde algún lugar de Europa oriental como si en algún sitio remoto quedara un centro desconocido de insurgencia marxista, dejado allí por alguna célula oculta del antiguo comunismo. Fue como volver a los martes del almirante Merino durante la dictadura y no hubo quien se creyera tan fantasioso cuento.

El estallido social y la pandemia agravaron el personalismo de un Presidente que se mete en todo pero no resuelve nada. Es el sello del infecundo estilo piñerista inflamado de una retórica que arrastró a posiciones ultra conservadoras a grupos de derecha que intentaron ser “liberales” y terminaron aislados por reaccionarios.

El fruto de esta errática gestión fue que Piñera debió proceder una vez más a un cambio de gabinete, el 28 de julio recién pasado. Esto ocurrió por su propio fracaso y ante la destemplada presión del club de poderosos que deciden en la derecha chilena. El gobernante se sometió al encargo ultra conservador y designó un gabinete de “operadores” que rechazan una nueva Constitución y pondrán mano dura ante el descontento popular. Un retroceso a los años 80, al poder del pinochetismo civil.

Aquí está el dilema de Piñera. Hasta donde puede llevar una política de confrontación del gobierno con el movimiento social que no signifique terminar de desestabilizar la situación nacional, aunque también hay quienes desde el poder pueden inducir un conflicto artificial para intentar imponer una salida autoritaria ante el descalabro que su propia política ha provocado.

Es lo que pretenden los fácticos, con las mismas artimañas del putsch del 11 de septiembre de 1973, entonces fue “el plan Z”, en el 2020 dicen “un golpe de izquierda”, son los mismos ultras que hay en la derecha y que son capaces de todo, extremistas sin límites políticos ni morales, de esos que inducen las peores acciones represivas y luego simulan que rezan para sonreír aliviados en el aperitivo dominical.

En todo caso, es increíble ver cómo Piñera entregó su gobierno a quienes llamó en tono despectivo “cómplices pasivos” de las violaciones a los Derechos Humanos, los mismos que le han humillado tantas veces y que por someterse a las AFP lo llevaron a la debacle de oponerse al retiro del 10%.

Uno de ellos es ahora el conductor político de su administración, de estar vivo el dictador vería gozoso que uno de sus más leales alcaldes dirija el ministerio del Interior. Por eso, si Piñera aún aspira a dejar algún legado deberá resignarse a que no sea más que la claudicación ante sus adversarios.

Por su lado, los advenedizos de Evópoli hoy saben quien manda en la derecha, dieron los principios por los cargos y ahora no tienen cargos ni principios, salvo el ministro de Hacienda, un Chicago boy como cualquier otro aunque tenga pos grado en París.

Por eso, la cuenta pública ya no tiene valor en su contenido textual porque Piñera cedió la dirección estratégica de su gobierno para defender la institucionalidad pinochetista.

Se ha instalado así el peor presidencialismo con el gabinete intervenido por la fuerza fáctica de los grandes estancieros y financistas. Lo que viene no será una etapa fácil para Chile.

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