La incertidumbre

Gran revuelo causó en el debate público que hace unos días el ex ministro de Hacienda y alguna vez candidato presidencial, Hernán Büchi, comunicara  su deseo de abandonar el país y radicarse en Suiza.

¿Qué tiene de especial esto? no es raro que los hombres de negocios fijen su centro de operaciones donde pueden maximizar su beneficio individual, y además debemos recordar (aunque a veces se olvide) que migrar es un derecho humano. Pero fueron sus fundamentos los que, haya sido o no la intención del ex ministro, activaron una tecla sensible para muchos quienes quieren hacer un “punto político”, se iría del país por percibir una falta de seguridad jurídica, o en otras palabras, por la incertidumbre.

Esta situación sería originada, presumiblemente, por la serie de reformas que el Gobierno ha impulsado en lo que va de su período, a pesar de ser éstas conocidas al menos desde fines de 2013, y tramitadas a veces largamente en el Congreso Nacional.

No es extraño el argumento de la incertidumbre causada (o que podría causarse) en el repertorio de ciertos sectores, normalmente los más reaccionarios de la población para oponerse a la reforma social.

Albert Hirschman ya identificaba en “Retóricas de la intransigencia” esta herramienta como la retórica “del riesgo”, que tantas veces hemos visto como la promoción abusiva de un falso clima de inestabilidad para evitar el cambio antes que como una provechosa advertencia ante los efectos negativos de las políticas.

Sin embargo, más allá del uso estratégico y egoísta de la retórica de las incertidumbres, que es sin duda minoritario; más allá de que la afirmación de que en Chile haya o no incerteza jurídica sea verdadera, falsa o una exageración es interesante preguntarse por el rol de la incertidumbre o riesgo en política, en la democracia y en el derecho.

Tal vez habría que partir de la base que, en la vida, la incertidumbre es en buena medida un dato de la causa: la única certeza que realmente tenemos es que algún día dejaremos de existir…al menos como hoy lo conocemos. Más allá de eso, y a pesar de nuestros mejores esfuerzos, no sabemos a ciencia cierta si tendremos éxito o no, si subirán o no los impuestos, o si la predicción del clima será correcta.

Hay otras incertidumbres que son derechamente deseables: un mercado sin riesgos inhibiría todo emprendimiento económico, y un sistema electoral donde el representante no tiene la contingencia de ser reelecto o no, sería fatal para la democracia. Por el contrario, han sido los regímenes totalitarios los que en la Historia han buscado reducir los riesgos a su mínima expresión, controlando todas las esferas de la vida. La democracia es riesgo en sí misma. No sólo porque al participar de ella no sé si mi opinión prevalecerá, sino porque tampoco sé si la decisión adoptada no será reemplazada el día de mañana por otra, incluso contraria.

Dicho lo anterior, hay que reconocer algo: a pesar que las incertidumbres sean inevitables la mayoría de las veces e incluso deseables, hay algunas de ellas que no quisiéramos tener. No queremos vivir en la duda de si alguien puede quitarnos la vida, llevarnos o mantenernos en un lugar contra nuestra voluntad, o arrebatarnos lo que es legítimamente nuestro. Al final, esto es lo que ha dado origen al Estado.

Más adelante en la evolución civilizatoria, hemos caído en cuenta que no sólo necesitamos certezas de que otros no dispondrán de nosotros y lo nuestro, sino que también, por ser personas y tener dignidad, nadie debiese tener la incertidumbre de poder acceder a derechos básicos como la educación, la protección de la salud, el trabajo y vivienda digna, entre otros. Son los derechos sociales. Finalmente también hemos reconocido que no sólo las personas individuales sino que algunas de sus comunidades y colectivos también requieren certezas para su existencia.

El hecho políticamente relevante de la incertidumbre no es su existencia, sino que como sociedad hay algunas de ellas que nos parecen intolerables y que debemos minimizar. Lo importante es determinar si el riesgo que se crea es arbitrario o bien una consecuencia de nuestras decisiones colectivas.  No es lo mismo la incerteza de si el valor de determinado paquete acciones subirán o bajarán, que la incerteza de no poder tener lo mínimo para vivir familiarmente.

Y si el Derecho es la concreción y el resguardo de lo que colectivamente hemos determinado a través de la política, la Constitución es el espacio privilegiado de discusión sobre las mínimas certezas que cada persona y comunidad ha de tener. Es en sus definiciones del Estado y su objeto,  y en su catálogo de derechos y deberes, donde más claramente se aprecia esta deliberación.

Por eso, quisiera finalizar con una última idea, que adquiere relevancia en tiempos pre-constituyentes como los que vivimos: no basta sólo consagrar un Estado de Derecho, logro civilizatorio mayúsculo por el cual toda persona, autoridad o grupo está bajo una misma ley; sino que mucho se aprovecharía con establecer, siguiendo el camino de países como Alemania, España, y Colombia, como un Estado Democrático y Social de Derecho.

Social porque es una consecuencia de la dignidad humana que no tengamos incertidumbre sobre las mínimas condiciones de vida que permitan a todos desarrollarse física y espiritualmente, y democrático porque la expresión concreta de lo anterior no debe recaer en nadie más que en las personas constituidas como pueblo deliberante.

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