La levedad de la verdad

Es sabido que en las campañas políticas, la primera víctima es la verdad.  El objetivo es ganar y muchos - no todos - recurren a la exageración de las virtudes propias y los defectos de los rivales hasta el punto en el que resulta difícil distinguir entre lo que es cierto, aunque aumentado más allá de lo prudente, y de lo que es sencillamente una mentira.

Hemos visto varias muestras de esto en los últimos días, pero lo dejamos pasar asumiendo que es parte del espectáculo, como si el debate político fuera un asunto de diversión y no de convicciones y capacidades para cumplir lo que se promete, o al menos no prometer lo que se sabe que es imposible.

Asumiendo que las verdades no son definitivas y que en muchos casos son personales y, por lo tanto, relativas, viene a ser el público, el electorado, el que tiene que hacerse cargo de hacer la diferencia, y si bien también su mirada es subjetiva, es éste el que, en definitiva, emite su voto de acuerdo a la información que posee y tiene la autoridad para resolver las elecciones.

Si el ciudadano tiene dudas sobre los antecedentes que se le entregan, tiene el derecho y el deber de pedir datos adicionales que le confirmen o corrijan lo que se sostiene, pero tiene que tener sumo cuidado porque en tiempos electorales los propios medios de comunicación tienen un filtro de acuerdo a sus propios intereses. Algunos medios son claros y otros se empeñan en disimular su postura.

Es la persona también que está expuesta a las redes sociales la que debe tener claro que las cosas no son necesariamente más verdaderas por ser repetidas más veces, y menos cuando en el proceso intervienen voceros inoficiosos de las distintas candidaturas que ayudan a una reproducción que, cada vez más, va perdiendo argumentos en la repetición.

Se suele reclamar una línea tendenciosa de los medios informativos, sin reconocer que uno mismo actúa con la misma tergiversación en los mensajes que emite, simplemente porque es la naturaleza del ser humano. Por eso es precisamente que la educación, la responsabilidad y la prudencia actúan como agentes civilizadores, porque promueven en el individuo la toma de decisiones que van en una línea distinta de lo que le dicta su instinto. Hacen mejor al ser humano.

En este sentido, las campañas se basan en generar respuestas emotivas por parte de la gente, dejando de lado su racionalidad, porque si en todos imperara el buen juicio resultaría más sencilla la detección de la mentira y, por ende, la decisión de apartarla del debate.

Es por ello que la educación y la formación cívica no son parte de los intereses inmediatos de ninguna candidatura, porque obligaría a un comportamiento público mucho más riguroso, en la medida que el destinatario de los mensajes tiene una actitud crítica frente a lo que recibe.  

No se trata de un plan maquiavélico para controlar las mentes de las personas ni de conspiraciones esotéricas ni extraterrestres, sino simplemente de la ley del menor esfuerzo.

Para los candidatos, partidos, movimientos, resulta mucho más sencillo apelar a la receta de la sonrisa y del lema que evoque cierta cercanía y empatía, en lugar de complicarse con compromisos serios respecto de lo que la gente necesita, y en relación a los cuales siempre hay algún grado de controversia.

Son las personas que votan las únicas que pueden demandar más profundidad, seriedad y compromiso, porque son ellas las que en definitiva quienes tomarán la decisión de elegir a quien va a gobernar el país durante los próximos años.

Los votantes no son convidados de piedra a la fiesta sino los dueños de casa, los anfitriones. 

Son ellos los que tienen el poder y lo delegan en forma periódica de la manera que crean más conveniente. Suponer que los gobernantes son algo más que representantes del pueblo, que están sobre este o que son los únicos que saben qué es lo que más les conviene es parte de esa distorsión de la realidad.

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